El cuento de la criada (o sea, la literatura)
«Que no tengan que pedir perdón por haberse atrevido antes a hacer lo que ahora les prohíben, pues acabarán pidiéndolo por ser como son»
Hace muchos, muchos años, un religioso exiliado cerca de París cautivó al mundo. El mundo era el periodismo, los intelectuales de moda y todos los que detectan dónde hay que estar en cada momento, aunque ese lugar pueda acabar siendo un infierno para otros. El mundo es el primer enemigo del alma, o sea del espíritu, una de cuyas cualidades es la limpia capacidad de discernir.
Sentado sobre una alfombra modesta, aquel hombre de porte noble y cejas airadas fue un mito súbito para el progresismo occidental, tan enemigo del sha de Persia, sus abigarrados y lujosos desfiles y su temible policía política, la Savak. Que apenas supieran, los mismos que se encandilaban con el barbado, nada de Irán, ni de chiísmo, ni de lo que puede representar un estado teológico-revolucionario, era lo de menos: ellos no iban a padecerlo y la esperanza sobre la espalda de los demás es gratis e indolora. El Sha era un tirano y aquel imán, la salvación de la tiranía. Repasen hemerotecas.
Una vez derrocado el sha, vinieron la desaparición de Bani Sadr por el sumidero de la Historia –y con él la esperanza democrática–, el asalto a la embajada norteamericana y la fatua a Salman Rushdie por su libro Versos Satánicos. La sórdida odisea vivida por Rushdie en los años que siguieron a esa condena a muerte están muy bien contados en la que para mí es su mejor obra: Joseph Anton, gran libro autobiográfico que siempre recomiendo vivamente (al revés que cualquier otro de los suyos, que nunca me han interesado mucho).
En los días que transcurrieron entre la proclamación de la fatua y el largo escondite nómada de Rushdie, murió Bruce Chatwin. Su funeral tuvo lugar en la catedral de san Pablo y en el banco posterior al que se encontraba Rushdie –fue su última salida, asistir al funeral por su amigo– estaba el escritor de viajes Paul Theroux –autor de otro libro biográfico extraordinario, La sombra de Naipaul–, quien dirigiéndose al primero le susurró: ‘el próximo será el tuyo, Salman’. Algo así le susurró, se cuenta, y nunca le he visto la gracia al comentario, aunque fuera una forma de burlarse de los inquisidores: los sarcasmos, mejor sobre uno mismo. Sobre todo cuando quien se juega la vida es otro.
Salman Rushdie se salvó de aquella condena que duró años y años, mientras todos continuábamos con nuestra vida como si la prolongada amenaza no estuviera ocurriendo. Pero cayeron, asesinados por fanáticos, otros relacionados con el escritor angloindio: su traductor japonés, uno de sus editores hindúes y alguno más que ahora no recuerdo. Y al acordarme del traductor japonés me ha venido la hipérbole a la mente.
Sabemos cómo empiezan las cosas, pero nunca como terminan. Todos están fascinados ahora con la poeta afroamericana Amanda Gorman, quien a sus veintipocos años fue la elegida para leer uno de sus poemas en la toma de posesión presidencial de Joe Biden (meses atrás, habíamos visto una fotografía de Biden leyendo Troya de Seamus Heaney). Hasta aquí bien: el poema de Gorman emocionó a medio mundo o más –todos aquellos que no leen poesía de forma habitual, sospecho– aunque no era un buen poema, no en la tierra de Whitman, Dickinson, Eliot o Ashbery, pero en fin, en las fiestas ya se sabe. Sus versos emocionaron, ella cautivó y todos están ahora encantados con su figura y lo que representa.
Aquellos versos de Amanda Gorman estaban llenos de buenos deseos y mejores propósitos. Benevolencia y tolerancia y unidad y fe en la construcción del futuro aleteaban como mariposas a su alrededor, formando, más que una poética, el programa de una nueva manera de hacer política. Pero todo mundo nuevo pasa cuentas con el viejo porque, una vez cantadas las buenas intenciones, lo culpabiliza de las penurias que haya pasado antes de su apoteosis y entonces llegan las prohibiciones.
Éstas han empezado con los traductores: ninguno de ellos que no sea feminista y de sexo binario –mejor si mujer– y mestizo de piel y sangre, es digno de traducir los poemas de Gorman, eso han dicho. O tratándose de lo que se trata: han dictaminado. Los demás no sólo no pueden entender su poesía, sino que la contaminan. La editorial de los libros de Gorman ha sido tan contundente como el agente de Louise Glück tras el Nobel, al sustraer sus traducciones españolas de la editorial Pre-Textos. ¿Estaba Glück detrás de esa sustracción? ¿Está Gorman detrás de las prohibiciones? Da la impresión de que sí en ambos casos. Y seguro de que no faltarán los que aplaudirán tan estúpida medida y no serán pocos. De momento ya han caído el traductor holandés –víctima, encima, del síndrome de Estocolmo– y el traductor catalán; habrá más. Que no tengan que pedir perdón por haberse atrevido antes a hacer lo que ahora les prohíben, pues acabarán pidiéndolo por ser como son. O por no ser como no son, que no sé que es más triste.