Los hierbajos del mal
«Vivimos un presente no tan asqueroso e insoportablemente feroz como afirma esa literatura que, con suculentas becas, escriben esos jóvenes»
El otro día me llegó un libro en cuya contracubierta se explicaba que lo que tenía entre las manos era «un testimonio sobre la maldición de vivir». Qué risa me entró. La maldición de vivir, nada menos. ¿Y, siendo así, a quién podría apetecerle leer ese libro? «Qué ganas de sufrir tiene la gente», han debido de pensar, ya desde hace varios años, en muchas oficinas de prensa, a juzgar por los catálogos de no pocas editoriales, que en efecto están fundamentalmente basados en lo «estremecedor», lo horrible, lo que no va a permitir que duermas bien… Pero la vida es un poquito más amable, al menos la vida que algunos tenemos la suerte de conocer, y estaría bien que alguna editorial, alguna vez, se atreviera a proclamarlo, yendo a contracorriente de los consabidos y ya claramente mayoritarios libros sobre muerte, torturas, devastación, asco, náuseas, suicidios, violencias, duelos, tumbas, enfermedades, locuras, pederastias y violaciones. No sé: yo diría, observando el mundo, que de vez en cuando suceden también otras cosas, un poco más luminosas, y la literatura tiene la obligación de explorarlas.
No es un fenómeno nuevo, de acuerdo, pero en los últimos tiempos se ha, digamos, radicalizado bastante. Muchas editoras, muchos libreros, utilizan como infalible argumento de venta el hecho de que el lector va a pasarlo mal leyendo el libro que le recomiendan. «Este libro es como un puñetazo en el estómago», llegó uno a escuchar a un editor en la Feria del Libro, y el potencial cliente, en vez de pasar de largo, disuadido por el aviso y agradeciendo el «chivatazo», compró el libro inmediatamente, impaciente al parecer por recibir esa paliza. Uno entiende que hay géneros a los que les conviene presumir de «sobrecogedores», o testimonios personales en los que predomina lo doloroso, por pura definición, pero a la vez considero que no es un síntoma halagüeño el hecho de que hayamos concluido que lo «terrible», lo «impactante», lo que «te va a quitar el sueño»… atraen tanto a tanto público. Lo que debería ser un repelente es más bien un señuelo: extraño.
Quienes somos tan ingenuos que pensamos que la realidad es en general un poco más amable, menos amenazante, o que al menos no responde exclusivamente a una perspectiva o incluso a una ideología pesimista, tenebrosa, feísta, luctuosa… miramos con desconfianza ese fenómeno, casi como algo preocupante. O quién sabe, a lo mejor no es tan mal síntoma: sucede que en Islandia, por ejemplo, se produce un asesinato cada año y medio, y sin embargo, si uno lee literatura negra islandesa, parece que por allá arriba mueren descuartizadas varias personas cada mañana. Es decir, que tal vez esa búsqueda del dolor en las páginas es precisamente la demostración (o al menos un indicio venturoso) de que «al otro lado del espejo», aquí fuera, vivimos un presente no tan asqueroso e insoportablemente feroz como afirma esa literatura que, con suculentas becas, escriben esos jóvenes que después posan en las solapas de los libros con calaveras, o con cara de enfado, indignadísimos ante la realidad, resentidísimos con la vida, sin darse cuenta de que el tiempo pasa muy rápido y de que lo que hoy es «tendencia» pronto será ridículo.
«Pues a algunos/as de esos/as a las/os que aludes los han metido en el Granta», dirá alguien. «Pues por eso», diré yo, «ahí lo tienes».
Otra cosa muy de moda y que automáticamente da prestigio es lo de matar niños. Da igual si la novela es trivial (como La azotea, de Fernanda Trías), o si es buena (como Humo, de José Ovejero), o si es muy buena (como Esta herida llena de peces, de Lorena Salazar Masso): al final parece que lo que justifica la novela, lo que la ha despertado, es esa idea final, con la que deben de pensar que se insinúa que en este mundo no hay esperanza: la muerte violenta de los niños como metáfora poderosa de la falta de futuro por culpa de los hombres. Yo pienso modestamente que cabría esforzarse un poco más, trabajar la imaginación. La de Salazar Masso es una novela muy hermosa, poética, con cien páginas iniciales hipnóticas, esmeradas, bellísimas… pero todo se precipita de repente hacia la violencia, y también es violento el cambio de tono en los compases finales, cuando un bombardeo descuartiza, nada menos, al niño con el que todo lector se ha encariñado ya mucho: una novela de enorme poder simbólico queda literalmente interrumpida, lo cual, claro, puede tener algo alegórico, pero también es sospechoso el modo en el que se insiste en el cuerpo desmembrado, en el no poder recuperar algunas partes, en el tener que trasladarlo metido en un saco… Aún más brusco es el final de Humo: otra novela bien construida, bien pensada y muy bien escrita, con una melodía literaria notable y que ha conseguido atrapar al lector… se termina, sin más, cuando un personaje especialmente asalvajado y deshumanizado arroja por un precipicio al niño co-protagonista, al que ya cualquier lector había «adoptado» sentimentalmente, tan desprotegido y tan realista, tan vulnerable y tan consolador… Pues nada: se le precipita al vacío y se acabó, con lo cual se incide en la tesis de que no tenemos remedio, y así nos sentimos ya protegidos por esa predominante certeza editorial de que la vida es una mierda, algo que ya no es una conclusión, sino que empieza a ser un presupuesto obligatorio, puro «pensamiento único» impuesto a la literatura: hoy por hoy, ningún relato (o ningún poema) que ponga en duda eso va a tener muchas posibilidades de éxito, y es algo de lo que, alarmantemente, parecen haber tomado buena nota los escritores veinteañeros más socialmente (que no literariamente) ambiciosos: la visión amable de la vida no va a tener de momento mucha cabida en las antologías de narradores jóvenes.