De una lengua a otra
«Y precisamente porque nuestra condición es lingüística, conviene protegerse de un uso perverso del idioma, del empobrecimiento cultural al que asistimos en las escuelas y en la vida pública, del uso y del abuso de la propaganda en la política… Y recuperar un lenguaje noble para alcanzar una vida alta.»
No sé dónde leí que la vacuna contra el coronavirus de Moderna se había diseñado en apenas dos días –casi como si se tratara de un juego de programación informática–, una vez que se localizó el objetivo al que atacar. Décadas de trabajo en la tecnología del ARN mensajero daban su fruto, al fin y al cabo, en unos cuantos días: el tiempo necesario para traducir a un nuevo lenguaje las directrices de defensa inmunológica. Los expertos hablan del ARN como uno de los grandes saltos médicos de esta década, que permitirá tratar de la malaria a la gripe y a distintos tipos de cáncer. Para los que padecemos de analfabetismo científico, no sé si nos sorprende más la tecnología en sí o el hecho de que consista en un lenguaje y que nuestras células –nuestro cuerpo en definitiva– respondan a un mensaje cifrado en un código. Somos seres lingüísticos y hay algo asombroso en ello. Los romanos –nos cuenta Pascal Quignard– temían la letra Z, a cuyo sonido, que sugiere el chirriar de dientes, asociaban el terror de la muerte. Apio Claudio propuso incluso su erradicación del abecedario, ya que le hacía pensar en la dentadura de una calavera a punto de morder. Roma miró a otro lado, aunque se tomó lo suficientemente en serio la sugerencia de Apio como para relegar la Z al último lugar desde la posición central que ocupaba en el alfabeto griego. Se diría que ninguna letra es inocente.
Los hombres han muerto por palabras y se han salvado también por ellas, defendiéndolas y amándolas. Hoy, ingenuamente, nos parecen algo trivial, algo sin importancia frente al poder abrumador de los datos. La inteligencia artificial toma decisiones por nosotros buscando maximizar su utilidad. Los estudios sociológicos determinan el sentido de muchas políticas públicas y la clave del relato en que se sustentan los partidos. Pero son las palabras –y sólo las palabras– las que encienden el corazón de los hombres. Lo hacen a través de la poesía, la música, la ciencia o la política… Las palabras con sus significados –viejos y nuevos– nos hablan sin parar, dibujando paisajes de vida y de muerte, manoseando nuestras creencias una y otra vez, levantándonos o hundiéndonos en la ciénaga del nihilismo.
Que seamos lenguaje supone que nuestra salud depende en gran medida del cuidado de nuestras palabras, y de nuestra capacidad para preservarlas y mantenerlas vivas frente a la rigidez de una lengua aherrojada por la ideología. El habla necesita mantener una curiosa tensión entre la libertad y la precisión, entre la imaginación y un cierto desapego aristocrático, entre la creatividad popular y el rigor del conocimiento. Produce asombro pensar que somos cuerpos tatuados entre el alfa y la omega, entre la A inicial y la Z final; cuerpos que dependen de un vocabulario para vivir, amar, construir y morir. Y precisamente porque nuestra condición es lingüística –y porque nuestra inteligencia también lo es–, conviene protegerse de un uso perverso del idioma, del empobrecimiento cultural al que asistimos en las escuelas y en la vida pública, del uso y del abuso de la propaganda en la política… Y recuperar un lenguaje noble para alcanzar una vida alta.