El viaje y el hogar
«El viaje es euforizante porque nos arranca de la costra de la rutina, poniéndonos delante, incluso la más sencilla de las travesías, algún obstáculo ante el que ejercitar el ingenio»
Si se agruparan todos los libros de viaje que se han escrito, aquellos autores que han hablado de su ciudad natal estarían en minoría. ¿A dónde apunta esta atinada observación del filósofo Walter Benjamin? A que, sin darnos cuenta, lo próximo y circundante –nuestra casa, nuestra ciudad, nuestro país cuando este no es muy grande– experimenta ante nosotros un gradual proceso de desaparición. Poco importan las maravillas que se tengan a mano: el hábito venda los ojos. El parisino deja de ver su torre Eiffel, su Canal Grande el veneciano, el neoyorkino sus rascacielos góticos, y el cariota sus pirámides. Ni siquiera serán fáciles de descubrir las montañas al suizo o el desierto al beduino. Ya enseña en su famoso cuento Edgar Allan Poe que lo más difícil de ver es lo que más a la vista está, si el entorno es familiar. Tal es la primera propiedad del lugar al que llamamos hogar: constituirse en grado cero de la atención. Es lo que cabe pedir a un refugio: dar tregua al cuerpo y liberar a la mente para dedicarse al negocio cotidiano de nuestra vida.
Por eso dice bien Jorge Bustos en su espléndido libro de garbeos ilustrados por España y Francia (Asombro y desencanto, Asteroide, 2021) que «no viajamos para evadirnos de la realidad, sino más bien para recobrarla». Se viaja, en efecto, para desembargar los sentidos, volver al punto en que los ojos son necesarios y la capacidad de asombro renace. El viaje es euforizante porque nos arranca de la costra de la rutina, poniéndonos delante, incluso la más sencilla de las travesías, algún obstáculo ante el que ejercitar el ingenio. Viajar alerta, en suma, de la existencia olvidada de ese mundo maravilloso y amenazador que conocimos de niños, cuando todo era terra incognita por explorar. Si el privilegio del viajero es ver por vez primera, la ventaja del hogar es no haber de molestarse en ver lo que la mirada se ha anexado como propio.
Para viajar hay un tiempo y otro para estar en casa, uno para echar raíces y otro para hacerse a la mar. La humanidad es nómada y sedentaria. Para dar frutos es necesario arraigo y a veces cambiar de clima. El mismo Pascal que nos advierte que todos los males vienen de no saber estarse quieto en nuestro cuarto, dice con el mismo aplomo que el reposo total es la muerte. Quizá la sabiduría estribe en aprender a vivir en la intersección entre lo familiar y lo extraño, conservar, con ojos abiertos a medio párpado, la disposición para la sorpresa allí donde nos encontremos. No dejar de ser un poco forasteros en nuestra propia casa. No impresionarse demasiado por lo que encontramos fuera. «No hallarás nuevas tierras, no hallarás nuevos mares», avisa Kavafis. El viaje es así aprendizaje de que el mundo es siempre el mismo mundo. La misma luz del sol que entra en nuestra habitación es la que bañará el rostro en cada jornada del camino. Acaso y rara vez, lo que cambia es la mirada. No podría jurarlo, pero creo que algo así quiso decir el monje Hugo de Saint Víctor, al escribir en el siglo XII: «El hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante; aquel para quien cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es un país extranjero».