Montse and The Dream of Horses
«Para desprenderse del mundo hacen falta por lo menos una carrera universitaria y algo de tiempo libre»
Hace unos días hablaba en Twitter con Férriz y Cornago sobre tener cosas. Férriz había escrito un artículo sobre Marie Kondo y lo que queda de su prontuario zen para pijos -lo dice todo que ese supuesto despego estoico hacia las cosas no fuera más que otra moda. Al final, para escribir hace falta una habitación propia y una renta de quinientas libras, y para desprenderse del mundo hacen falta por lo menos una carrera universitaria y algo de tiempo libre. Recuerdo estudiar de chaval que los teóricos de principios del S.XX imaginaron un mundo sin cachivaches; sólo para que los pisos del popolo minuto se llenaran de mierdecitas brillantes y ceniceros recuerdo de Benalmádena apenas alcanzó un poco de prosperidad en la segunda posguerra. Siempre me cayeron mal los arquitectos, que se aguanten.
El caso es que me he preguntado: ¿por qué queremos poseer cosas? Yo tengo la manía de los libros, que me va a obligar a hipotecarme, pero esa aún cuenta con una (vaga) justificación: como dice Taleb, los libros fundamentales de tu biblioteca son los que aún no has leído. Más misterioso es querer acumular figuritas de plomo o máscaras africanas.
Tomemos las máscaras. No recuerdo bien dónde empezó la obsesión, aunque puedo sin duda rastrearla hasta los gabinetes de curiosidades de los tebeos de Tintín, los libros africanos de Rodríguez de la Fuente, los programas de cosas misteriosas de Jiménez del Oso. Hay también algo burgués, de biblioteca con chimenea, tomos viejos y maderamen; una especie de colonialismo de andar por casa y sin aristas morales, un echar de menos cuando los europeos íbamos por el mundo como por el patio de casa. Se mezcla el goce estético y el ansia de seguridades materiales. Recuerdo pasar pelado de frío por delante de los anticuarios de la Rue des Minimes, en Bruselas, y detenerme a mirar los escaparates con una mezcla de envidia y congoja. Años más tarde me permití la primera: una máscara-casco mossi con forma de gallo que Aurora y no nos regalamos porque, aunque no nos sobraba el dinero, nos había llamado la atención en su tiendecita de Núñez de Balboa.
Desde entonces han llegado unas cuantas más. Unas compradas en Madrid, otras en Marruecos, y últimamente en Catawiki, porque todos los vicios se acaban digitalizando. En Marrakech nos gusta visitar un callejón del zoco donde un tipo desabrido disfrazado de tuareg se esfuerza por ignorarte mientras inspeccionas su mercancía. Con el tiempo hemos llegado a desarrollar una cierta relación amistosa con él. A veces te lo encuentras haciendo cuscús en un infiernillo y apenas levanta los ojos a modo de saludo. En una ocasión le arrancamos una figura que resultó ser una kachina de Nuevo México; no he sido capaz de averiguar cómo llegó a Marrakech ni qué valor real pueda tener. En otra peleamos dos días por una máscara kwele, que a día de hoy sigue siendo mi favorita. La tuve durante meses en casa sin comprender por qué me había fijado en ella -el falso tuareg me alabó el gusto-, hasta que un día, por casualidad, reparé en que era casi idéntica a la que aparece en portada del número 4 de la revista Horizonte, la edición española de la Planète de Pauwels y Bergier.
Pero, ¿de dónde esta necesidad de poseer cosas? Un amigo al que he inoculado el demonio de las subastas -se acaba de comprar un jarrón Song- me dio una pista: ser custodio de un objeto que te vincula a personas que desaparecieron hace años o siglos, y a otras que vendrán. Porque no se trata solo de la belleza, sino de esa corriente invisible que atraviesa el tiempo. Nadie está salvo de obsesionarse. Pienso en Montse y los guerreros de X’ian. Montse es tabernera, como Siduri, aunque ahora ha tenido que cerrar por la pandemia y la viudedad. No era difícil encontrársela sola en el bar tras la cena, con un ojo en una novelita de Marcial Lafuente y el otro en Discovery channel: algún programa de minería o civilizaciones perdidas. Sé que le gustan los misterios, y alguna vez hablamos del ovni que vieron en la era cuando sus hijas aún eran crías, o del platillo que persiguió a un paisano en Castrillo-Solarana. Pero su verdadera obsesión es el ejército chino de terracota. A veces incluso sueña con los guerreros de X’ian, con sus carros de caballos y sus armaduras de bronce; y yo fantaseo con poder regalarle uno algún día, así sea comprado en eBay.
Seguimos en el fondo sin respuesta. ¿Por qué tener, por qué regalar cosas? Así que pienso en Marie Kondo y en La oreja rota, e intento imaginar cómo llegaría aquella kachina de los indios hopi al zoco de Marrakech. Pienso en Mario, custodiando su jarrón Song del S. X para que llegue, dentro de muchos años, a otras manos que no conocemos y que solo imaginar nos da vértigo. Pienso en el falso tuareg y en su heráldico desdén por la clientela, haciendo cuscús en un infiernillo mientras sus hermanos viajan al sur en camión en busca de piezas que vender. Y pienso en Montse, que en las noches desiertas del pueblo cierra el bar y sube casi a tientas por las escaleras en penumbra para dormir y soñar con los guerreros de terracota. El mundo es extraño y hermoso.