A salto de cata
«Comer es como besar: si no se hace por gusto, mejor apretar los labios»
Las elecciones importantes son las gastronómicas. Lo razona Virginia Woolf en Una habitación propia: no se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha comido bien. Las jornadas de reflexión deberían ser, pues, jornadas de digestión, y un candidato decente aquel que velara por nuestro derecho a una despensa nutrida. Se ha hecho popular la serie Shtisel, que cuenta el día a día de una familia judía jaredí y que es un continuo «voulez-vous kosher avec moi». La cocina ultraortodoxa no tienta como los espaguetis de Tony Soprano, pero, enmascarillados el resto de placeres, comer es el gozo que nos queda. Lo corrobora una encuesta: a causa de la pandemia, los españoles nos alimentamos más por deleite y menos por salud, costumbre o practicidad. Estiman —vaya usted a saber cómo— que en 2020 se consumió 2.445 millones de veces más por placer que en 2019. Esto de comer por placer a una le parece redundante. Comer es como besar: si no se hace por gusto, mejor apretar los labios.
El optimismo nace de un estómago satisfecho. Pocos en la cocina pueden decir que no tienen pasta, y basta algo de aceite y ajo para descorchar la alegría y decantar las conversaciones. Comer aviva el asombro: cualquiera se siente Colón —hasta el más irritable— al descubrir un nuevo continente de sabor. No hay fiesta tan estimulante como el bullicio de una cocina en Navidad ni nostalgia como la que se apoltrona en la lengua: un risotto de avellanas en el Tian de Viena; los tagliolini al tartufo de la florentina Enoteca Pinchiorri; la empanada de zamburiñas del coruñés Muiño do Vento; la dulzura in-nata de Portugal; el cocido de mi madre; la tortilla de patatas o el pesto de mi santo, que posee esa sensualidad arrebatadora de los hombres en delantal, dispuestos a instruirte en su comesutra. Arturo Fernández opinaba que la viagra más efectiva era la fabada; no precisó si con almejas.
La gastronomía, concebollismos y sincebollismos aparte, es conciliadora: tradición y vanguardia jugando al Enredos sin que el presente salga dislocado. «El placer de la mesa es de todas las edades, de todas las condiciones, de todos los países y de todos los días», explica Brillat-Savarin en Fisiología del gusto. El placer de la mesa es el verdadero consenso. Nadie rechazaría una panchineta o una paella valenciana. Ni el nacionalismo más cerril osaría secarle el sudor al jamón de Guijuelo. Todos tenemos, como Camba, un estómago unitario y un apetito federal.
Cunqueiro confesó que hubiera querido ser cocinero de un ministro; de un ministro gallego del siglo pasado y guisar a lo grande. Una es más de comer a lo grande. ¡La gula del norte! En casa, de hecho, defendemos el desayuno intermitente. Toda mi ambición es vivir a salto de cata, hacer más el cannoli que el panoli, caer cada mañana en el mantequilloso abrazo de un cruasán, rebañar los huevos fritos igual que el sol de invierno, ver nevar lascas de trufa blanca, hacer de tapas corazón. A mí, que la visión de la luna me impresiona menos que la de una media luna, cuando muera no me lleve flores, lléveme platillos con viandas, como hacen los chinos. Foxá cuenta que una amiga suya de La Habana le preguntó burlonamente a su cocinero asiático:
—¿Con qué estómago digieren vuestros muertos esa comida?
—Con el mismo olfato con que los vuestros huelen las flores que les ponéis.