La revolución del lenguaje
«Las nuevas religiones de nuestro tiempo muestran un glosario inacabable e intercambiable de conceptos que van renovándose en los medios de comunicación sin solución de continuidad»
Nos cuenta Tony Judt en sus deliciosas memorias, que quizá el declinar del mundo socialdemócrata que añoraba, tenía su origen en la corrupción del lenguaje político que había sobrevenido a partir de la década de 1980. Esa corrupción se expresaba en dos niveles: el primero, el relacionado con los modales. Ya hemos dicho en alguna otra ocasión, que la decadencia de los ritos y formalismos en las relaciones sociales siempre termina jugando en contra de las clases más desfavorecidas. El segundo, más complejo, tendría que ver con toda la morralla terminológica que buscaba reconstruir una realidad cada día más antipática e incapaz de ajustarse a los cánones teóricos desarrollados desde los santuarios universitarios.
Parece que hoy viviéramos una revolución conceptual a gran escala. Los conceptos, que se expresan mediante términos, nos sirven para explicar el mundo en el que vivimos y se popularizan en razón de su funcionalidad o de fines ideológicos, como fue el caso del marxismo. En la dialéctica entre la tradición y los horizontes de expectativa, Koselleck mostró cómo las nociones de libertad, igualdad o fraternidad habían tenido un inédito potencial movilizador en las revoluciones burguesas. Tales nociones se asociaban a un progreso que dibujaba un futuro y una sociedad donde las posibilidades de mejora humana parecían no tener límite.
El lenguaje de hoy nos invita, sin embargo, a pensar en los límites de un mundo menguante y violento. Casi nada hay en el lenguaje político contemporáneo que enuncie optimismo y confianza. Las clerecías intelectuales usan un lenguaje burocrático, destinado a disciplinar comportamientos, que no deja ningún espacio vital sin designar y enjuiciar moralmente. Las nuevas religiones de nuestro tiempo muestran un glosario inacabable e intercambiable de conceptos que van renovándose en los medios de comunicación sin solución de continuidad. Inclusividad, neutralidad carbónica, España vaciada, heteropatriarcado, interseccionalidad, transición digital humanista o empoderamiento, son neologismos que han entrado en nuestras vidas a golpe de tuit, debate televisado de expertos o ley de Cortes impulsada por activistas.
Trayendo aquí la idea de Ingolfur Blühdorn, cuyo libro acaba de traducirse al español gracias al siempre atento Eloy García, podría decirse que esta verborrea forma parte del espectáculo simulativo en el que parecen haberse adentrado nuestras democracias. La proliferación de conceptos cursis de dudosa aplicación práctica, es incapaz de propiciar un debate racional entre los representantes y unos ciudadanos que ya no entienden el lenguaje que usa el poder para dirigirse a ellos. Es muy posible que los berberechos y la libertad hayan abundado en la infantilización colectiva, pero su reciente triunfo publicitario parece demostrar que a la sociedad le falta completar alguna etapa cognitiva para llegar a abrazar la resiliencia o la cogobernanza como divisas compartidas de la comunidad política. En cualquier caso, demos tiempo al tiempo.