Otra reinvindicación del conde don Julián
«Las imágenes de guardias civiles salvando a uno y a otro de morir ahogados desmentían el trasfondo de las crónicas y los tanques, hay tanques, qué barbaridad, cómo pueden»
El pasado martes, mientras veía las imágenes de la playa del Tarajal, pensé en la novela de Juan Goytisolo, Reivindicación del conde don Julián. ¿Quién era, en todo este lío nuestro nuevo conde don Julián? ¿Y qué artículo escribiría Goytisolo, de haber vivido, en las páginas de El País de esta semana? La leyenda, ya saben, cuenta que una hija del conde fue requerida a la fuerza por el rey Rodrigo, como el rey David había requerido, siglos atrás, a la mujer del general Urías. Primero fueron vistas ambas mujeres por ambos reyes, desnudas tomándose un baño y luego fueron tomadas por ellos. El conde vengóse de la afrenta –tratándose de episodios antiguos queda fetén ese pasivo– facilitando la entrada de los muslimes de Tarik y Muza en tierras hispanas y para ello les dejó sus propios barcos.
Tras la batalla de Guadalete, el rey derrotado se escondió en un sarcófago de piedra donde habitaban unas sierpes, que fueron mordiéndole ‘por do más pecado había’, hasta la muerte. El sarcófago actual de nuestro rey Rodrigo son los Emiratos Árabes, donde lo tienen metido sin dejarlo salir, pero no hay hija de don Julián, ni sierpes mordedoras, sino el jefe del Polisario en Logroño, deseado por algunos miembros del gobierno y eso no lo perdona el rey Mohamed. Como el conde –que era el gobernador de Ceuta, por cierto– no perdonó la rijosa ofensa del rey Rodrigo a la bella Florinda la Cava, su hija. Y ahí teníamos el martes a los jóvenes descendientes de Tarik y Muza asaltando pacíficamente Ceuta, mientras la lumbrera de Waterloo descubría que tanto esa ciudad como Melilla, eran… africanas. ¡Cuánta sabiduría geográfica hay en ese archipámpano de las Indias!
Luego estaban las crónicas periodísticas, dignas todas ellas no sé si de Bernal Díaz del Castillo o del padre Bartolomé de Las Casas. Cuánta comprensión ante los asaltantes, qué insistencia en llamarlos migrantes, qué rapidez en calificar el asunto de crisis humanitaria. Y crisis humanitaria lo era, desde luego, pero porque los marroquíes habían soltado a los muchachos de dos o tres colegios, empujándolos hacia territorio español y ahí os las den todas, que en el mar hay tintoreras. Y eso por no hablar de los tanques. ¡Hay tanques!, exclamaba una periodista. Y otro añadía: cuatro se ven allá al fondo, qué imagen tan terrible. Y otra más: un problema migratorio no puede resolverse con tanques. Y el anterior volvía a la carga: cómo se atreve, un gobierno de progreso, a sacar los tanques. Sólo faltaba la voz de La Castafiore gritando, en vez de ¡Cielos, mis joyas!, ¡Cielos, mis tanques! Y por ninguna parte había tanques. Tanques los hubo en la batalla de Las Ardenas y los hay frente a la franja de Gaza disparando unos obuses de categoría, pero aquello, aquello eran vehículos de transporte de infantería, que son blindados y van con ruedas, ni siquiera con cadenas-oruga. En fin, qué pesadez con los tanques van y los tanques vienen, como si estuvieran ahí para hacernos daño.
Parecían todos ellos, nuestros cronistas televisivos de la gubernamental, aquejados del síndrome palestino, y no sólo por los tanques, sino por la comparación subliminal. Los pobres migrantes –como seguían llamándolos– venían de una crisis causada por la covid y la economía magrebí, no por maquiavelismo alauita: su salvación estaba en llegar a España. Y subrayaban: ‘En Castillejos, ciudad vecina de Ceuta, la situación es insostenible’. Mientras tanto, las imágenes de guardias civiles salvando a uno y a otro de morir ahogados desmentían el trasfondo de las crónicas y los tanques, hay tanques, qué barbaridad, cómo pueden.
Así fue el tiempo que seguí las noticias el martes y así era a la mañana siguiente en otro noticiario. Eso sí: ahora a los tanques los llamaban vehículos blindados. Ya no había tanques; no los hubo nunca, fue un error, pero era nuestro error, no el suyo: sólo existe lo que dicen que existe y deja de existir cuando ya no se nombra. Lo que no había cambiado era el silencio sobre los ceutíes. Ni una sola palabra –no hablo de políticos, que suelen arrimar el ascua a su sardina– escuché ni un día, ni otro. Todo era entendimiento y comprensión para los adolescentes asaltantes por obligación y silencio para los amenazados por el asalto –el verdadero, el de Marruecos–, es decir, los ceutíes, escondidos en sus casas, sin llevar a los niños al colegio y sin saber en qué derivaría todo aquel jaleo que no era tal y que hubiera podido ser, vista la lentitud de movimientos diplomáticos, una tragedia para todos.