THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Futuros democráticos

«Para reducir la carga de cortoplacismo que aqueja la democracia española, se necesita una conversación más abierta que integre un mayor número de puntos de vista»

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Futuros democráticos

Juan Carlos Hidalgo | EFE

En el prólogo al informe España 2050, que lleva la firma del presidente del gobierno, se habla de un país —el nuestro— que tiene «hambre de futuro». La descripción es justa, siempre que extendamos tal estado metafórico al resto de países del mundo y a los individuos que votan en ellos: prestar atención al porvenir es un rasgo endiabladamente humano, como sabe cualquier político que alguna vez haya hecho campaña. De hecho, un país envejecido quizá tenga menos hambre de futuro que los demás; no deja de ser paradójico que una de las grandes transformaciones que experimentará la sociedad española a mitad de siglo será la demolición por causas naturales de la pirámide invertida de su demografía. En todo caso, los estrategas del gobierno aciertan cuando tratan de presentar una visión positiva del futuro a un público que se ha acostumbrado a contemplarlo con aprensión. España 2050 quiere romper con esa inercia anímica, si es posible premiando de paso al impulsor de la iniciativa. 

Tal como se ha señalado estos días, el principal problema España 2050 reside en la falta de credibilidad del líder socialista; estaríamos así ante un ejercicio de eso que José Antonio Montano ha llamado «largoplacismo cortoplacista». También el presidente francés, Emmanuel Macron, lanzó su gran diálogo nacional sobre los problemas de la nación cuando la crisis de los «chalecos amarillos» hizo mella en su popularidad. Pero los problemas asociados a la estructura temporal de las democracias vienen de largo: la política democrática se basa en la promesa que quienes compiten por el poder hacen a los votantes quienes. Se prometen nuevos derechos, nuevos rendimientos, nuevos servicios. Esta lógica desarrollista se devora a sí misma —¡hambre de futuro!— cuando la deuda se dispara o se pone en peligro la sostenibilidad de las relaciones socionaturales. Pero la democracia no puede sino seguir prometiendo, entre otras cosas porque los líderes políticos desean ser reelegidos. 

Que las democracias casan mal con el largo plazo es así un resultado de sus dinámicas expansionistas, que pueden entenderse como inscritas en el pensamiento moderno y su concepción progresista de la historia. Pero también se deduce de la deseable alternancia entre las distintas fuerzas políticas: no es solo que nadie pueda programar las políticas públicas para veinte o treinta años, pues ignora si permanecerá al mando de la nave estatal, sino que nadie debe fijar un rumbo que después no pueda ser alterado porque estaría atando las manos de quienes vienen detrás. Aquello que se considere vital para la supervivencia o mejoramiento de la comunidad política, en cambio, habrá de ser apartado de la contienda electoral a través de los proverbiales Pactos de Estado. Si un hipotético pacto lo abarcase todo, empero, se estaría vaciando la democracia de contenido. Y eso que los márgenes de acción de esta última se han ido estrechando gradualmente después de que dos guerras mundiales nos convenciesen de la necesidad de poner límites a la acción política y la experiencia acumulada nos haya enseñado a sospechar de los experimentos de ingeniería social. Por su parte, la oposición al gobierno se encuentra obligada a combinar la crítica del gobierno con el apoyo al gobierno; lo primero será habitual y lo segundo excepcional.

Desde este punto de vista, sin entrar en sus contenidos, el informe España 2050 presenta algunos problemas que amenazan con desactivar su potencial como herramienta para el debate público. Al ser presentado como una iniciativa gubernamental, el texto está marcado desde su origen y reforzará la divisoria gobierno/oposición que dice querer derribar. Al fin y al cabo, si los objetivos que el texto fija para el medio siglo son presentados como el fruto de una emergencia o como un imperativo al que el país no puede renunciar, la estrategia no estaría ella misma abierta a discusión: se toma o se deja. Nótese que Macron hizo algo distinto, que fue sentarse a escuchar las quejas y preocupaciones de los votantes; al margen de sus verdaderas intenciones, su tour se presentó como un punto de partida más que de llegada.

Era así previsible que la oposición liderada por Pablo Casado rechazase este ejercicio de prospectiva: no puede adherirse a conclusiones ya establecidas que convertirían su desempeño en algo superfluo. Y es que si los partidos tratan constantemente de imponer los marcos dominantes en la conversación pública, España 2050 aspira a ser un megamarco que tomado al pie de la letra no dejaría más tarea pendiente que aplicar las medidas necesarias para alcanzar los objetivos que desgrana el informe. Dicho esto, la oposición no debería limitarse a decir que no es no por provechoso que pueda resultarle en el plano electoral; tendría que explicar sus razones y detallar sus alternativas. Aunque eso ya es adoptar el marco que propone su rival, alguna vez habrá que decir algo inteligente.

Habría sido así deseable que España 2050 hubiera puesto más énfasis en la descripción factual y el análisis de tendencias que en la fijación detallada de objetivos; estos ya constituyen una respuesta a la pregunta sobre el futuro. Para reducir la carga de cortoplacismo que aqueja la democracia española, se necesita una conversación más abierta que integre un mayor número de puntos de vista; solo así puede diseñarse una estrategia susceptible de ser aplicada con garantías de continuidad. La estrategia nacional sería entonces el resultado final del diálogo —informado por el conocimiento experto— y no su presupuesto. Puede objetarse que ese consenso es imposible; mejor España 2050 que nada. Si es así, solo quedan dos opciones. La primera es intentarlo: lanzar un genuino debate nacional sin conclusiones prefijadas. Y la segunda es presentar abiertamente esa estrategia como programa electoral del partido del gobierno. Ambas son todavía factibles; a ver qué pasa.

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