Memoria Iluminada
«Vivimos deprisa, sometidos al trueno que viene antes de la tormenta. En el cauce de cada día dejamos escapar las cosas importantes. Somos ‘el perro de Pávlov’, salivando ante la idea de lo que está por llegar»
La gran poeta argentina de culto Alejandra Pizarnik solía afirmar que escribía para que no sucediera lo que temía, para que lo que la pudiese herir no fuese:
«Memoria iluminada, galería donde vaga la sombra de lo que espero. / No es verdad que vendrá. No es que no vendrá.»
Hoy escribo como Pizarnik, para conjurarme contra la vida vacua contemporánea, y apostar por el alma, por la memoria iluminada. Me refiero al alma entendida como la consciencia (no confundir con la «conciencia» que tiene que ver con la moral y la ética), que es ese aspecto misterioso de la mente que nos permite reconocer nuestra propia existencia, la de los demás y lo que nos rodea. Somos, no porque existamos o hayamos nacido, sino porque somos conscientes de ello. Sin consciencia somos humanoides afanados en buscar alimento, saciar nuestra sed, anhelar reproducirnos y satisfacer nuestro designio instintivo. Pero nacemos afortunados por atesorar la capacidad de «ser conscientes de que somos conscientes». La materia se convierte en imaginación. De la consciencia se tiene constancia científica clara, pero paradójicamente los neurólogos no pueden explicar donde se aloja ésta, ni como funciona.
Sin la consciencia no creeríamos en cosas que no podemos tocar con las manos, no apreciaríamos la belleza, y por ejemplo no disfrutaríamos del arco iris, pues el agua y la luz en ese estado no nos llamarían la atención: la búsqueda de la belleza no es instintiva. ¿Es la consciencia nuestro alma, o nuestro alma la consciencia? Cada uno tenemos el nuestro, único e individual. Que cada uno llegue a sus propias conclusiones: Mysterium tremendum 1.
En la vida moderna, consumista, tecnológica, urbanita, disfuncional, acelerada, alejada de la espiritualidad, de la contemplación y la reflexión pausada, hemos hecho un maldito pacto con el diablo. Hemos esquinado el alma entregados a la inconsciencia, abandonándonos al sopor de la velocidad, de los estímulos electrónicos virtuales dependientes de los que albergan el poder mediático, de la brevedad del instante. Presos de los algoritmos de la inteligencia artificial, consumimos lo que nos dan, al ritmo que nos sugieren y cuando los poderes fácticos quieren. No elegimos en verdadera libertad.
Vivimos para mañana. Habitamos la vida virtual, una versión edulcorada y medio-ficticia que termina creando ansiedad, anulando las emociones reales, para dar paso a la vida a base de estímulos. Los estímulos son los fakes de la realidad. Pero la vida virtual, la vida imaginada, acaba por demolerte como un tsunami rompiendo sobre la playa. Es una construcción irreal de las ambiciones de cada uno de nosotros.
Además, buscamos evitar la exigencia, perseguimos el conformismo más vago y placentero. Vivimos en la inmediatez, pero como acertó a decir el conde de Flandes ya en el siglo XII, «Roma no se construyó en dos días». Como dice César Antonio Molina en su último ensayo (¡Qué bello será vivir sin cultura!), «vivimos en el tiempo del ocio, no del saber». Habitamos una vida que nos es ajena, la que huye de nosotros mismos. ¿Pero qué vida estamos viviendo, la nuestra o una elucubración sintética de nuestras aspiraciones quiméricas?
Lo que de verdad importa fluye por nuestras venas y se procesa en el sistema límbico del cerebro y termina mezclado en el torrente vital que, trágicamente, va a dar al traste infernal. Lo esencial se contamina de los superfluo. Vivimos deprisa, sometidos al trueno que viene antes de la tormenta. En el cauce de cada día dejamos escapar las cosas importantes. Somos ‘el perro de Pávlov’, salivando ante la idea de lo que está por llegar, y, cuando esto llega, nos damos cuenta de que era mejor la anticipación que el disfrute. Circulo vicioso, adicción, volver a empezar. Una espiral perniciosa.
Si solamente quieres recordar algo de este artículo de hoy, te animo a que memorices esta cita de Lao Tse, filósofo mítico del siglo IV antes de Cristo: «Si estás deprimido es porque vives en el pasado. Si estás lleno de ansiedad es porque vives en el futuro. Si estás en paz es que vives en el presente». Nos hemos cableado mal, querido lector, en esta ajetreada vida moderna. Por eso solamente queda hacer una cosa: cerrar los ojos y reflexionar: ¿Cuales son las cosas más importantes que hay en tu vida? ¿Cuánto tiempo les has dedicado hoy a esas prioridades? ¿Lo has hecho con plena devoción, o con el corazón partío como si fuera un subproducto?
Yo he decidido aprender a recuperar la consciencia, esa plenitud de los sentidos que permite apreciar lo que ocurre en cada instante. Estimulo mi cerebro y reflexiono para generar emociones, en vez de asfixiarlas en la vorágine, en el escorzo de nuestros días. Si el cielo azul explota en toda su textura bajo la luz madrileña, ahora lo aprecio y reconozco su existencia. Si una suave brisa fresca mece las hojas primaverales, mi vista las acompaña y tomo nota de ello. Si veo un árbol en flor en plena calle, aparentemente ignorado por el entorno y ahogado por el asfalto, gritando en todo su colorido, le rindo un pequeño homenaje. Si descubro unas notas de música ahogadas por el ruido del tráfico, me agarro a ellas. Cuando mi mujer me sonríe, se me ilumina el día. Si mi hijo me presta atención y requiere de mí, me apeo del mundo. Si escucho la risas de unos niños jugando en la calle a través de las ventanas, rebusco en mi memoria mis horas de juegos infantiles. Si veo una rosa, me paro a disfrutar de su aroma.
Decía Marco Aurelio que «la perfección del carácter es la siguiente: vivir cada día como si fuera el último, sin prisa, sin apatía, sin pretensión». Nuestra humanidad está en los detalles sensoriales que acompañan nuestro recorrido vital. Está en la lectura pausada, en la reflexión lenta y distraída. Se cobija bajo la sonrisa de un niño en el metro de Madrid. Aun vive dentro de la mirada de aquella madre que observa a su hijo jugar el el parque. Sobrevive en la poesía, desperezándose entre las rimas lentas y perezosas.
Busquemos la complejidad estimulante, los problemas difíciles de resolver. La facilidad esta sobrevalorada. La realidad está en la consciencia, en la vida lenta, que vagabundea en la pereza del descanso bien merecido. Fluye en el amor. Pero muere en el estímulo hedonista, fallece en el estrés, perece en la realidad virtual. Sufre en el acoso, el insulto y la discusión. Flaquea en el odio, y se ahoga en la lujuria. Se desmorona en lo banal y en los superfluo.
«Tenemos dos vidas. La segunda empieza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una» (Confucio). La vida es corta y no merece la pena malgastarla. Solo a partir del momento en el que somos conscientes de nuestra propia existencia es cuando vivimos en concordancia con nuestros sentimientos y experiencias. Y para terminar, quiero sacar a relucir el tema bien difícil de la consciencia y la «inmortalidad cuántica» del físico teórico Max Termag (entre otros) que propone que en el momento de nuestra muerte, el universo se divide en dos: uno de ellos en el que realmente has muerto y otro en el que sigues vivo. Este concepto también podría explicarse como el almacenamiento de la consciencia tras nuestra muerte. ¿Es acaso esta la ventana hacia la vida eterna?
Podríamos entonces estipular que, en vez de las dos vidas que nos indica Confucio, habría también una tercera, la citada «inmortalidad cuántica»: Mysterium Tremendum 2.
Cuesta recuperar la consciencia, pero cuando uno lo hace, vuelve a vivir.