Vacunados
«El éxito de la ciencia debe invitarnos a la esperanza, pero no a un optimismo ingenuo ni ciego que crea que, en cuestión de meses, la pandemia vaya a desaparecer de nuestras vidas»
Llegó el día de la vacuna con un sol caído, mortecino, y una humedad asfixiante. El viejo hipódromo de la ciudad, ahora reacondicionado como centro de vacunación masiva, funcionaba con precisión suiza. La larga cola avanzaba sin pausa a las tres de la tarde, entre la relativa inquietud de los primerizos y la tranquilidad de los veteranos. Unos pocos intentaron saltarse el orden de la fila con la excusa de haber sido convocados a la línea dos en lugar de a la uno, pero rápidamente el personal de seguridad los invitó a regresar a su lugar correspondiente. La mayor duda que teníamos los convocados –la primera remesa de menores de cincuenta años– era qué vacuna nos pondrían: si Pfizer, Moderna o Janssen. Cada una va asociada a una mitología particular en nuestro imaginario colectivo, si bien la de Pfizer –de diseño alemán– y la de Moderna –estadounidense– se definen como la tecnología del futuro. Al final me correspondió Moderna, aunque estadísticamente era la más improbable, ya que sus dosis llegan a España en cuentagotas. Fue un pinchazo rápido, apenas perceptible, al que siguió una cita para dentro de veintiocho días y una corta espera de quince minutos para descartar alguna reacción alérgica. No tuve efectos secundarios, más allá de un poco de fiebre al día siguiente –hasta 37,7, algo no inusual en mí– y un dolor persistente en la zona del pinchazo, como una contractura, que fue desapareciendo a las veinticuatro horas. Sería el ARN que penetraba en el cuerpo, me imagino.
Al llegar a casa, pensé que –a pesar de la lentitud con que se vacuna en Europa– somos unos privilegiados. Apenas un veinte por ciento de la población mundial se ha podido vacunar y, en muchos casos, con fórmulas menos efectivas frente a las nuevas variantes que las que se utilizan mayoritariamente en occidente. Somos afortunados, en efecto, y con motivo. Pero no hay lugar para la complacencia. Porque las nuevas variantes nos advierten de que nos encontramos en una carrera sin pausa entre el acierto de las vacunas y la capacidad del virus para sortear su efectividad. Y de que no es previsible ningún retorno a la normalidad en el corto plazo o, al menos, a una normalidad que no pase por mantener ciertas precauciones: del uso de mascarillas en espacios cerrados a ventilar las habitaciones y controlar con mano de hierro cualquier nuevo brote epidémico. El éxito de la ciencia debe invitarnos a la esperanza, pero no a un optimismo ingenuo ni ciego que crea que, en cuestión de meses, la pandemia vaya a desaparecer de nuestras vidas. Lo hará, como ha sucedido siempre, pero más adelante.
Mientras tanto, las economías más afectadas van a ser las que dependen directamente del turismo, como es nuestro caso. Sus consecuencias en términos de renta per cápita, empleo y endeudamiento resultan difíciles de calcular a priori, pero resultan insoslayables. Por poner un ejemplo, a principios de junio –en plena temporada alta– la mitad de los hoteles en Mallorca permanecen cerrados y el veto británico no augura unos meses de julio y agosto mucho mejores. La recuperación va a ser más lenta y más dolorosa de lo que pensábamos. Confiemos en el poder de las vacunas.