Gorda y vieja
«El arte siempre ha vivido en los márgenes de este dilema: idealizar la realidad o simplemente retratarla. Vaya por delante que en el debate yo me decanto por la segunda opción»
Barrio sórdido, ni rastro de luz en las calles del condado de Delaware. Una mujer acaricia un tercio de cerveza verde en la penumbra. Todo allí es decadente excepto el teléfono móvil, de ultimísima generación, que se enciende en medio de la noche. La inspectora descuelga y deja que las ojeras se evidencien cuando alarma la mirada: se le acaba de comunicar un homicidio. Ella se levanta del sofá, y se confirma que no es la imagen perfeccionista amarrada al canon lo que deja entrever la cámara. Más bien es lo contrario: se adapta más a la realidad que al idealismo del Hollywood donde se crio Kate Winslet. Ya en pie, el espectador puede ver una arruga, un michelín, el pelo sucio por el trasiego diario, la vista cansada. Que esta apariencia resulte llamativa pese a responder a la más estricta cotidianeidad, no impide que la serie continúe: ahora la inspectora se anuda la coleta de caballo, se ajusta una chaqueta que no pega con los pantalones, y por la puerta desaparece esa silueta que no vive de la clase de spinning y de la comida vegana, sino que de algo mucho más revolucionario: la realidad.
Hace unos días se desató una polémica en redes tras la publicación de una columna firmada por Nuria Labari en El País, y todo porque en el título la columnista utilizó los términos «gorda» y «vieja» al analizar el papel de la Winslet en su serie Mare of Easttown. Vaya desde aquí mi apoyo a Nuria, puesto que esos calificativos no sobran: la protagonista de la serie, como ya dije renglones atrás, es más gorda y más vieja que la mujer que nos vende el canon cinematográfico. A nadie le hubiera extrañado una mujer escultural, una Palas Atenea moderna que despierte el carácter dionisiaco del espectador, un pompis de aquagym y una cintura cincelada a base de hipopresivos. Es decir, el cine americano nos ha acostumbrado a una imagen que no es la que suele darse en la mayoría de los hogares que a esta hora encienden HBO para engancharse a la serie.
El arte siempre ha vivido en los márgenes de este dilema: idealizar la realidad o simplemente retratarla. Vaya por delante que en el debate yo me decanto por la segunda opción. Los grandes novelistas en mi casa son los que rebuscaron en cada esquina de la materialidad, del hecho cotidiano: Galdós, Tolstói, Pardo Bazán, Zweig o Delibes, por citar unos cuantos. No es que descrea de lo fantástico, es que la realidad tiene, por sí misma, tanta fantasía como cualquier creatividad. Otro artista ilustre del realismo, don Josep Pla, tiene una frase que puede servir casi como axioma: «La realidad es infinitamente superior a la imaginación humana». En este contexto: sirva esta columna para reivindicar el arte en la realidad, el arte con ojeras, el arte con un michelín de más, el arte con edad madura, el arte que es como nosotros, el arte que vive de la observación, de la existencia, de la vida.