La intrascendencia de una nueva Bauhaus
«¿Por qué algo tan intrascendente, tan acomplejado, de algo magnífico y oportuno, sí, pero efímero y cuyo momento ya pasó?»
Nadie de nuestro tiempo sería capaz de imaginar lo demencial, lo absurdamente intenso, lo conmocionante que debió ser el siglo XVI para quienes lo vivieron. Nuestro concepto del mundo estaba desbordado, nuestros conocimientos científicos avanzaban mucho más rápido que nuestro entendimiento y, en mitad de ese aturdimiento, Europa se nos partía en dos a causa de la reforma luterana. Por si todo eso fuera poco, el imperio Otomano avanzaba voraz desde el este: se había desayunado Budapest y estaba a punto de almorzarse Viena mientras salivaba por el plato final: Roma y con ella occidente entero hasta chupetear las raíces.
Al lado de esos tiempos, nuestras crisis son un cuento infantil.
De aquel atolladero, de esa magnífica adversidad, la Europa mediterránea, nieta de Grecia y de Roma, hija del judío Jafudá Cresques y del cristiano Francisco de Asis, salió con un grito. Un alarido de esos que brotan de lo más hondo de la víscera, de esos que duelen porque arden: el Barroco.
Y todo cobró sentido de nuevo. Un sentido imparable.
El Barroco no fue decoración recargada; sería muy ignorante hacer esa lectura simplista. El Barroco era una actitud. Era poner la fuerza del corazón, el sentir, el alma al servicio de una búsqueda infinita de la belleza. En lo estético, sí, pero también en lo ético. El barroco era sensorial y emocional, era formal pero también esencial, siempre de lo pequeño a lo mayor.
El barroco era buscar encarecida y enconadamente lo que d’Ors definió como «la esencia eterna del momento».
Esa búsqueda estuvo en las sombras de Caravaggio, en la sensualidad de Bernini, en la noche oscura del alma Juan de la Cruz. Pero también en el propósito de Ignacio de Loyola, en la justicia de Bartolomé de las Casas, en la mirada de Kepler o entre los fogones de Teresa de Ávila.
Esa búsqueda era preguntarse…
¿Qué daría sentido a tu vida?
¿Y qué daría sentido a tu muerte?
Este año, la Comisión Europea ha propuesto la creación de la Nueva Bauhaus Europea, como una de las grandes iniciativas para sacarnos de la crisis actual y que Europa reformule un discurso propio. Su ideario es triple: sostenibilidad, estética y diversidad. Los medios para lograrlo: subvenciones y apoyo público a proyectos que, desde el diseño, cumplan con el ideario y lo demuestren públicamente.
La Bauhaus fue algo necesario, útil y maravilloso. Ocurrió, sin embargo, en una Europa que no era la nuestra. Jamás habría agarrado aquí.
En esa década, la que va de 1909 a 1919 Adolf Loos —emulando a Lutero— proclamaba la muerte de la belleza en un manifiesto dilapidante, Le Corbusier denunciaba «lo decorativo» y Walter Gropius escribía el manifiesto fundacional de la Staatliches Bauhaus, donde el arte se fusionaría con la industria para democratizar una nueva estética más limpia y pura.
Al mismo tiempo, en Mallorca, Miquel Costa i Llobera escribía los versos más mediterráneos y más necesarios que conozco:
Mon cor estima un arbre! Més vell que l’olivera
més poderós que el roure, més verd que el taronger,
conserva de ses fulles l’eterna primavera
i lluita amb les ventades que atupen la ribera,
que cruixen lo terrer.*
Ahí está, no busquemos más. La esencia entera del Barroco y de nuestra mediterraneidad en cuatro versos: una pelea interminable por lo bello, por lo bueno, por lo eterno. La dimensión insondable de la que hablaba Battiato.
¿Cómo podemos aceptar, teniendo estos versos entreverados con los genes, que la misión sea una Nueva Bauhaus? ¿Cómo podemos pasear por Cádiz, Barcelona, Florencia o Siracusa y querer ser Dessau o Weimar?
¿Por qué algo tan intrascendente, tan acomplejado, de algo magnífico y oportuno, sí, pero efímero y cuyo momento ya pasó?
Podemos aspirar a mucho más y más allá, desde la legitimidad de haberlo hecho cien veces antes. A más corazón en la mente y más eternidad en el momento.
* para una traducción fidedigna de “Lo pi de Formentor”, recomiendo buscar la versión que cantó Maria del Mar Bonet