La mala leche
«La envidia, pese a lo que diga el tópico, no es más que una forma larvaria de admiración; el resentimiento, la furia ciega del impotente»
Es mentira que la envidia sea el deporte nacional. Muchas veces tomamos por tal el instinto lobuno que, a falta de mejor nombre, podríamos llamar delectación. Tal es el término con que Agustín de Hipona definió el placer de hacer el mal a sabiendas. Ahora que nadie me ve, voy a robarle unas peras al vecino, aunque ni me las pienso comer. Así el lobo que, por ensañamiento y regodeo, irrumpe en el redil y deja un rastro de ovejas muertas.
Tampoco cabe tomar por envidia lo que son derrotes de manso. El resentido que se repucha y calamochea no busca atacar, sino lamentarse de su incapacidad para la lidia. Si el lobo ataca al débil, el toro se mide con el fuerte. La envidia, pese a lo que diga el tópico, no es más que una forma larvaria de admiración; el resentimiento, la furia ciega del impotente.
De ese cántaro sale la mala leche. Es el tósigo que, aparentando alimentar, envenena a los españoles. ¿A todos? A casi todos, me temo. Los empuja a esa mirada, / a la hoguera que arde / en el fondo del iris. Los versos, que vienen al pelo para hablar del carácter de nuestros compatriotas, son de Daniel Ramírez (Pamplona, 1992), y están incluidos en su espléndido poemario Es sólo vivir (Aguilar). Aunque se vistan de monje tibetano, nueve de cada diez embisten a topacarnero y solo uno torea.
Pero no nos engañemos. La mala leche no es la secreción de las ubres de unas cuantas vacas locas. Es una actitud enraizada, un ethos, una forma mentis que exige blandir día tras día el hisopo rebosante de mefítico calostro. Ese fluido de naturaleza más biliar que nutritiva (pues, aunque lo agridulce sea intenso, el sabor no alimenta) se hereda de padres a hijos, a modo de pecado original. Por eso hay quien, ante ciertas guasas, responde a modo de sofión: «¡la leche que has mamao!»
A los chuchos mestizos se les llama mil leches. Son como esa gente ecléctica que bebe de aquí y de allá, que es budista en Tailandia, cholista en el Wanda y nazarena en Viernes Santo. Por contra, muchos perros con pedigrí, rancio abolengo y ocho apellidos de pura raza son incapaces de dar color a sus rostros demudados. Por algo será. Ya se sabe que las ganaderías que crían más toros agrios son las de mayor consanguinidad. Es mejor ser un mil leches que un malaleche.