La España sin gotelé
«Vivir en una casa propia, sin compartirla con amigos sobrevenidos, ocupa todos nuestros desvelos. Da igual que sea pequeña, que no tenga piscina, nos conformamos con que no haya gotelé»
La mía es una generación de desgraciados. Nos las prometíamos muy felices cuando a mediados de los dos mil llegábamos a la universidad. Eran años prósperos, los de antes de las crisis, en aquella España de las piscinas, que diría Jorge Dioni López. Los padres que habían llegado a alguna ciudad dormitorio de Madrid allá por los años 70-80 hacía tiempo que habían comprado un segundo apartamento en la playa y se habían vuelto a hipotecar para cambiar su primer piso resultón por otro con una terraza orientada a la piscina comunitaria y al campo de pádel. Una plaza para aparcar el coche, buena conexión con el centro comercial de turno y estructuras urbanísticas que limitaban el contacto social con indeseables.
Aún se creía que una buena formación garantizaría un porvenir, cuanto menos, similar al del ‘boom’: estabilidad laboral, sueldos altos y un BMW para pagar a plazos desde la firma del primer contrato de trabajo. Ni siquiera hacía falta formación universitaria; esta promesa de vida se cumplía también desde la formación media o con cualquier empleo no cualificado que se pillaba si uno dejaba el instituto. Nada de eso era cierto, ya se sabe. Con la crisis descubrimos que esa abundancia también estaba hipotecada, y que la nuestra, quienes nacimos a finales de los ochenta, sería la generación que lo pagaría.
Los políticos que alentaron este modo de vida ya habían ganado las elecciones que tenían que ganar y se habían enriquecido debidamente con los pelotazos inmobiliarios que tanto deseaban los españolitos. Igual que los viejos que se entretenían mirando las obras, ellos se pasarían los años venideros dando lecciones desde sus tribunas, pero eso tampoco lo sabíamos entonces. Sí que la crisis de 2008 iba a ser duradera. Lo decían en las páginas de Economía con el lenguaje especializado de los estudios financieros de turno: el mercado laboral tardaría años en recuperarse, los salarios perderían competitividad… Un puñado de piscinas ha condenado nuestro futuro.
Ha habido agitación, sí, por un tiempo hemos vivido en la ilusión de que algo había cambiado en la política, pero lo que venía a ser la regeneración se ha conformado con un chalé con piscina, que allí hay menos indeseables que en una urbanización de pisos. Quienes ahora entran en los treinta parecen personajes de Balzac, con sus ilusiones perdidas. Hasta el ‘Pequeño Nicolás’ ha sucumbido al fin del encantamiento. Los sueldos son igual o peores que los de hace diez años, muchos han preferido regresar al lugar de donde vinieron sus padres, a esa España vacía que nunca debió perderse. Vivir en una casa propia, sin compartirla con amigos sobrevenidos, ocupa todos nuestros desvelos. Da igual que sea pequeña, que no tenga piscina, nos conformamos con que no haya gotelé.