Nos queda la Selección
«Para los jacobinos, la Selección es el reflejo de lo que debería ser la política: andaluces, vascos, madrileños, catalanes, manchegos, valencianos, canarios… seleccionados por sus méritos futbolísticos para lograr un objetivo común»
Sólo hay un problema futbolístico realmente serio: el suicidio. Todo lo demás -la táctica, la estrategia, los marcajes, los tiradores de penaltis- es secundario. Si un equipo decide levantar la mano sobre sí mismo, no hay nada que hacer. Y así empezó la cosa anoche para España, y así estuvo a punto de acabar. Me gustó el partido. La Selección se reencontró con su esencia, que no es ganar, ni perder, sino sufrir.
Acertó Rubiales: a los españoles nos une más maldecir al seleccionador que ganar el Mundial. ¡No hubo España más estable que la de la España de Clemente! Entre 1992 y 1998 los españoles organizamos olimpiadas y expos universales; los novelistas vendían, las películas molaban. Y aunque José Ángel Mañas y Alejandro Amenábar siguen entre nosotros, ya no es lo mismo.
Arcadi Espada ha escrito que Messi fue un agente involuntario del procés. Los éxitos de su Barça fueron un potenciador indispensable de la moral nacionalista. En cambio, la Selección disfrutó de cuatro años de gloria, pero ni las dos Eurocopas y el Mundial aliviaron la melancolía hispánica. Quizá sea cierto que toleramos mal la excelencia y nos zambullimos mejor en la mediocridad.
Ayer España ganó a Croacia en un partido que empezó y terminó siendo agónico. Ocho goles. Se resolvió en la prórroga; el viernes nos espera Suiza. Luis Enrique insistió en Morata. Si Luis Enrique fuera el jefe de una brigada de bomberos encargada de rescatar a un niño atrapado en un noveno piso es probable que eligiera para la tarea a un hombre con vértigo, para darle moral. La misión peligraría, claro, ¿pero qué es salvar la vida de un niño frente a restaurar la confianza herida de un bombero? Pues esta vez Morata salvó al niño. Aunque es dudoso que haya superado sus vértigos.
Para los jacobinos, la Selección es el reflejo de lo que debería ser la política: andaluces, vascos, madrileños, catalanes, manchegos, valencianos, canarios… seleccionados por sus méritos futbolísticos para lograr un objetivo común. Sin envidias, odios, ni barreras etnolingüísticas, disfrutando del placer de jugar juntos. Estremece el contraste entre el espíritu de concordia que reina en el equipo y la lasitud de nuestra democracia.
Hace años, para promocionar un partido amistoso de Cataluña, la Federación Catalana de Fútbol presentó un spot donde un niño vestido con la camiseta amarilla de la selección catalana se acercaba a un grupo de niños que jugaban al futbol vestidos con la camiseta de España. Cuando se dispone a entrar en el campo, uno de ellos le dice: «tú no puedes jugar». La mirada triste del joven catalán se fundía con el lema «una nación, una selección».
La decisión de sustituir la realidad («juega con nosotros») por la mentira agravante («tú no puedes jugar») encierra la perversidad del nacionalismo. Ocultar la naturaleza excluyente («yo no quiero jugar con vosotros») tras la victimización («no me dejáis»). Es bueno recordar que no son el Rey, el Presidente del Gobierno o de otras comunidades quienes se niegan a sentarse con Pere Aragonés. Es siempre el nacionalismo quien, fingiéndose discriminado, se permite discriminar a los demás.
Por suerte nos queda la Selección, ejemplo de pluralidad bien entendida. Hoy dirigida por un antimadridista confeso, pupilo humoral de un exdirigente que se confiesa nacionalista vasco. Eso es España. Y bien está.