Viajar de pequeños con los padres
«No es solo ese aprendizaje necesario del flâneur, de un paseo sin demasiado propósito ni lúdico ni competitivo –los habituales en los niños–, sino todo lo que rodeaba y acompañaba a esos viajes, como el tiempo en el coche»
Es un dilema propio del verano –y de las vacaciones largas en general– para quienes tenemos hijos: ¿hacer algún viaje con ellos? ¿O privilegiar la estancia larga en un sitio donde tengan cerca amigos y amigas, el mar o un río donde jugar y cansarse? Por supuesto, la comodidad propia cuenta, y los medios condicionan, pero en mayor o menor grado, se trata de una duda razonable y habitual en muchas familias cuando llega el verano y se acaba el colegio.
Por inercia, siempre me he inclinado por las estancias largas en un sitio fijo y cercano a mis sobrinos. No solo porque me pareciera que mi hijo se lo iba a pasar mejor con ellos, sino porque no le veía mucho sentido a viajar con cinco, seis, siete u ocho años, que no lo disfrutaríamos ni él ni los mayores. Quizá sea así, pero al surgirme de nuevo la duda este año a la hora de planificar el verano, he recordado lo presentes que están hoy en mi vida los viajes que hice con mis padres y mis hermanos cuando éramos pequeños.
No sé si la memoria endulza el recuerdo y yo me veo feliz paseando por Lisboa o Sevilla, o escuchando las explicaciones históricas en el Museo Romano de Mérida, o si es que realmente lo fui. También recuerdo cierta frustración entre nosotros los niños –«estoy aburrido», «estoy cansado de andar», «tengo hambre», «mi hermano se mete conmigo», «vámonos ya al hotel»–, y cierta resignación de mis padres, que compraban nuestra tranquilidad como mejor podían. Esa que llevó a un conocido de la familia a que su mujer le advirtiera tras una mañana larga de paseo con el hijo por una ciudad española: «Paco, que el niño lleva ya doce fantas».
No es solo ese aprendizaje necesario del flâneur, de un paseo sin demasiado propósito ni lúdico ni competitivo –los habituales en los niños–, sino todo lo que rodeaba y acompañaba a esos viajes, como el tiempo en el coche. Fue ahí donde, desde pequeño, mis hermanos y yo conversábamos más a fondo con nuestros mayores, y donde escuchábamos a los Beatles, a Aute y a Silvio Rodríguez, a El último de la fila y a Javier Krahe, a Franco Battiato y a Nicola di Bari. O, ante la incomprensión de mi padre y la risa de mi madre, cintas de chirigotas de Cádiz que nos sabíamos de memoria. En casa era habitual que alguien entrara a la habitación de los juguetes y nos encontrara a mí y a mi primo Jaime –un hermano más– con nuestros ocho o nueve años jugando en el ordenador mientras cantábamos «Erano i giorni dell’arcobaleno/ Finito l’inverno tornava il sereno…», o «Tú decir que si te votan, tú sacarnos de la OTAN…».
Todo eso está en mi vida hoy de forma cotidiana –dándole sentido y placer–, y quizá no sería así, o lo sería de otra forma, sin aquellos viajes que hoy recuerdo con alegría pero que también me parecieron pesados entonces. Después llegaba la felicidad del regreso, inseparable del viaje. A casa, y también al cole.