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Paula Fernández de Bobadilla

Noticias de Jerusha

«Me pasa como a Jerusha Abbott en Daddy Longlegs porque una vez que salgo de casa todo se me antoja, hasta no hacer nada»

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Vasile Barbu | Unsplash

Yo me enamoré de mi vecino Andrés a los 12 años por pura sugestión, antes de verlo, nada más que de oír a mi hermana hablar de él sin parar. Aquello no tuvo mucho recorrido –evidentemente–, pero me acuerdo de él ahora porque escribo estas líneas sentada sobre el banco de piedra amarilla de la iglesia de San Andrés, en Vírgala Mayor, muy cerquita de Vitoria. No lejos de mí se asolea un lagarto muy tímido y bastante feo que se esconde en una grieta del suelo cada vez que me siente cerca. No como las lagartijas –curritos núñez, las llamaba mi abuela–, que están por todas partes y si me descuido se me encaraman en lo alto y me leen por encima del hombro.

También por sugestión, estaba deseando ir a Peñaranda de Duero. Mi madre hizo el servicio social en el Palacio de Avellaneda con mi tía Alicia y en nuestro camino al norte les iba contando a mis niños del frío que pasaban allí –más frío que un mono–, de las camas de cemento de los dormitorios y del pacto que mi tía y ella hicieron nada más llegar: si castigaban a una, la otra también se quedaría atrás. Con este sistema salieron pocos fines de semana, pero Poldo, el portero, les había cogido cariño y las surtía bien de tinto y tortilla de patatas durante los encierros, que se hacían así más llevaderos. Con todo, yo sabía que la historia que iba a hacer que a los niños les mereciese la pena el desvío a Peñaranda iba a ser la de Tobías y Simona. Tobías y Simona eran los ratones blancos que mi madre se llevó a hacer el servicio social con ella. Un día hicieron un registro en las habitaciones y tuvieron que sacar a los ratones –que para entonces habían tenido crías, como es natural– a la ventana, en pleno invierno. Cuando los volvieron a meter se les habían congelado las colas y estaban medio pallá, así que pusieron la caja sobre uno de los radiadores para que se calentaran un poco. Sobrevivieron a la aventura y al final de todo mi madre los repartió entre el resto de las chicas, que se los llevaron a sus casas entusiasmadas. Con los ratones en la cabeza, el paseo corto que nos dimos por Peñaranda fue otra cosa. Metimos el ojo por la cerradura de la puerta de madera que hay junto a la iglesia de Santa Ana, hablamos con la guardesa del Palacio de Avellaneda y Violeta descubrió una grieta en el muro de fuera en la que algún pájaro había hecho su nido y, si te acercabas, se oía piar a los pollos.

Me levanto un momento para ver si las cruces que jalonan el arco apuntado de la entrada de la iglesia desde la que escribo podrían ser cruces de San Andrés. Lo veo un poco forzado, pero pienso que ya sería bonito. Cuando vuelvo al ordenador tengo que espantar a una de las lagartijas que iba camino de meterse en mi mochila sin ningún reparo. A mis pies quedan los tejados de Vírgala y, algo más allá, al otro lado de la carretera, se extiende un prado verde sobre el que se levanta su cementerio, diminuto, de piedra.

Mañana estaremos de nuevo en Jerez y, como suele pasarme, vuelvo sin haber hecho todo lo que me había propuesto. Siempre que salgo de vacaciones lo hago con la intención de escribir. Me pasa como a Jerusha Abbott en Daddy Longlegs, y aunque mis objetivos son menos ambiciosos –Jerusha pretendía escribir la novela de su vida y yo me conformaría con adelantar varios artículos–, el resultado es el mismo porque una vez que salgo de casa todo se me antoja, hasta no hacer nada. Esta vez ha habido baños en el río, paseos por el monte –con fresas silvestres y un grupo de trepadores azules (cinco en el mismo pino) incluidos– y tiempo para vaguear. Los niños se lo han pasado muy bien, se han aburrido, han dado la lata en el coche y han aprendido a contar hasta diez en euskera y a decir mariposa, tximeleta, qué preciosidad. Han charlado con todo el que les ha parecido y también les ha dado para pegarse unos buenos atracones de iPad y de tele en el hotel. Los libros ni los han mirado, pero han descubierto huellas de zorro medieval sobre el suelo de barro del monasterio de Suso y, lo más importante, han pasado unos días con su abuela y con su madre que espero que recuerden con cariño durante mucho tiempo.

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