Revolución fría personal
«Gracias a la literatura podemos encontrar un instante de interrupción metafísica, pequeños momentos en los que el mundo se para y parecemos entrar en flotación, en suspenso»
El concepto de revolución fría personal es de Houellebecq. El verano es la perfecta ocasión para desconectar del repugnante espectáculo sombrío y hostil que nos ofrece, día tras día, la política. Durante las vacaciones llega una cierta calma, una suspensión del tiempo. Los periodistas se rascan la cabeza, los políticos dejan de joder un poco y la máquina social va más lenta. Unos ponen un pie fuera del mundo informativo y la agenda de la ideologización, se tambalean pero descubren que saben caminar solos. Algunos dejan de jugar a ser ese personaje políticamente correcto que se ha tragado todos los elementos de los agravios, las minorías ofendidas, las lenguas como derechos, el territorio… que ha consumido todos los mitos identitarios, racistas, etnófobos.
Ya había leído Serotonina, de Houellebecq. Pero al leer Intervenciones, descubro que es un autor muy agudo y exigente en sus artículos y entrevistas, y que además logra ser subversivo por sus ideas y no por pura verborrea de incorrección política. M.H. no es un tipo «molesto», sino que logra ser incómodo, es inevitable que el lector empiece a quererlo por toda la verdad que contiene su literatura. «Solo un Dios puede salvarnos», dijo Heidegger. A falta de fe, un buen libro es un sucedáneo. El libro pide lectores, pero como dice M. H., «estos deben tener una existencia individual y estable: no pueden ser meros fantasmas, deben ser también de alguna manera, sujetos».
Cada individuo es capaz de reproducir en sí mismo una pequeña guerra fría, como un proceso de internación veraniega en un sanatorio en los Alpes suizos sacado de la novela de Thomas Mann. Quizás basta con dejar de participar, detenerse un instante fuera del ámbito informativo-publicitario, y sustituirlo por el libro. «La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad (…) la información, producto residual de la no permanencia, se opone al significado», dice M. H.
Gracias a la literatura podemos encontrar un instante de interrupción metafísica, pequeños momentos en los que el mundo se para y parecemos entrar en flotación, en suspenso. Una súbita interrupción de los canales de pseudoinformación puede producir el mismo efecto en aquellos que se ven empujados a gestionar una eterna performance de reconstrucción de los valores, sumidos en esa «ilusión de una modificación permanente de las categorías de la existencia» en la que «ya no se puede pensar como se pensaba hace diez, cien o mil años».
Los occidentales ya no pueden ser lectores, dice Houellebecq. El supermercado de identidades, como una revolución intranquila de masas, con su repugnante adhesión a lo políticamente correcto, ha desplazado la humilde persistencia de las cosas, contenida en la ética, la religión, el arte, en la cultura. Ahora tienes que desear, tienes que ser un producto deseable, tienes que participar en un proceso de renovación permanente, te proponen deconstruir, repensar todo de nuevo, ser un «fantasma obediente del devenir». Un individuo moderno infinitamente mutable, «desprovisto de cualquier rigidez intelectual o emocional» (M. H.). Las reglas de corrección política van indicando qué productos son aceptables para su consumo. Es desolador ver, por ejemplo, cómo las feministas identitarias se está ideologizando sin saber que es el colectivismo, que trabaja a nivel emocional y primario, lo que esclerotiza el pensamiento individual y banaliza la creatividad, desempoderando (como dicen ellas) a la mujer.
Las heroínas «feministas» del siglo XIX que describe Henry James en sus novelas sabían como utilizar su limitada libertad en una sociedad de hombres para reivindicar quienes eran (y no solo quienes querían ser). La mujer feminista nunca se ha desposeído tanto de sí misma como hoy, porque hoy ha abandonado el individualismo en post de una mentalidad grupal que la promete una liberación a través de una transformación radical. La libertad en Occidente siempre ha significado libertad para ser uno mismo (Ortega). La fiebre del colectivismo identitario tiene el mismo efecto que la publicidad o el consumo de pseudoinformación constante: convierte al individuo en un fantasma obediente, le conduce a una trágica despersonalización.
Ahora debemos someternos a las modas identitarias y las normas y sobrerregulación de las conductas del mundo que viene o buscar una alternativa. Como dice Houellebecq, ha llegado el momento de una revolución fría personal, «porque esta disolución del ser es trágica, y cada cual, movido por una dolorosa nostalgia, continúa pidiéndole al otro lo que él ya no puede ser, cada cual anda buscando, como un fantasma ciego, ese peso del ser que ya no encuentra en sí mismo. Esa resistencia, esa permanencia; esa profundidad. Todo el mundo fracasa, por supuesto, y la soledad es espantosa».