Renacer
«El renacimiento de Occidente se conjuga con el verbo equilibrar: equilibrar sueldos y geografía, rehacer el pacto entre generaciones, desatascar la parálisis provocada por la burocracia y recuperar competitividad»
David Brooks reflexionaba hace unas semanas en The New York Times acerca del renacimiento de América. Se trata de una tesis curiosa, sobre todo si pensamos que el indiscutible poder estadounidense en campos como el económico, militar o científico coincide con un alarmante hiperendeudamiento; o que sus experimentos monetarios chocan con la fractura ideológica y social que padecen, y con una peligrosa escalada en la cultura de la cancelación, que tanto ha dañado el debate político. Más prudente, Bruno Maçães ha observado que la marcha de Afganistán pone en evidencia los límites del poder americano: «Washington –escribe– ha mostrado en las dos últimas décadas que ya no es capaz de imponer un orden político fuera de sus fronteras». Lo cual, evidentemente, beneficia a China (¿podrá Pekín establecer una alianza sólida en la región con Pakistán, Irán y Afganistán?) e indica también cierta ausencia de realismo. La realidad se impone siempre, según un viejo principio que haríamos mal en olvidar. La realidad se impone a nuestro pesar, nos guste o no. Otro tema bien distinto es cómo se crea esta realidad. Para los positivistas, ya se sabe, no hay nada fijo ni definitivo.
Pero regresemos a Brooks, que se refería a un posible renacimiento de los Estados Unidos, el cual vendría a ser también un nuevo despertar de Occidente. Y sin duda hay motivos para pensar que pueda ser efectiva; al menos a cierto nivel. La libertad, por ejemplo, frente al totalitarismo dirigido de la tecnopolítica. O la enorme escala –aún hoy significativa– de la superioridad científica en sectores considerados decisivos y que es consecuencia tanto del know-how acumulado como de una cultura favorable a la experimentación y a romper las fronteras del conocimiento. ¿Resulta sostenible esta ventaja? Como siempre suele suceder, eso depende en gran medida de nosotros. Brooks trazaba, sin embargo, un paralelismo histórico interesante: tras la II Guerra Mundial los que crecieron masivamente fueron los países derrotados, Alemania y Japón, y no la victoriosa Gran Bretaña. Aquellos vieron cambiar radicalmente sus instituciones y sus leyes, mientras que Inglaterra se anquilosaba en sus viejas tradiciones. ¿Podría suceder ahora lo mismo? Tal vez.
Bruselas y Washington se enfrentan a una serie de problemas que, en parte, se han creado ellos mismos. La excesiva burocratización, por ejemplo. Los errores de los años ochenta y noventa, unidos a un profundo enfrentamiento ideológico, han trastocado los fundamentos –que parecían sólidos– del progreso. Hay tendencias de fondo que deberían ser revertidas de algún modo, por muy difícil que resulte. Una de ellas –crucial– es el olvido de los trabajadores, que ven año tras año erosionarse su nivel de vida mientras la riqueza se concentra en las clases superiores. Otra, señala Brooks, es el desplazamiento de la actual geografía de la inteligencia –focalizada en unas pocas ciudades de éxito– y el abandono de la provincia, cuando con las nuevas tecnologías esta separación tiene menos sentido que nunca.
En el fondo, el renacimiento de Occidente se conjuga con el verbo equilibrar: equilibrar sueldos y geografía, rehacer el pacto entre generaciones, desatascar la parálisis provocada por la burocracia y recuperar competitividad. Hay que crecer más para poder hacerlo mejor. No es tarea fácil, aunque tampoco imposible.