La Aflicción Granaína
«La inmensidad dorada de la Alhambra iluminada, setecientos años de historia mora y varios siglos de reconquista me colapsaron mis sentidos»
En mi afortunada vida he tenido la suerte de viajar y pasar temporadas en los lugares más extraordinarios, maravillosos, bellos, interesantes y a veces exóticos del planeta. He gozado de la oportunidad de disfrutar de los mejores museos, óperas, obras de arte, y acontecimientos culturales que un ser humano puede asimilar. Lo afirmo con convicción: es difícil que la belleza me sorprenda.
Esto viene a colación porque con tanta experiencia sensorial e intelectual a mis espaldas, es casi imposible que yo sufra el llamado Síndrome de Stendhal. Recordarán mis lectores más acérrimos mi artículo premonitorio publicado en pleno confinamiento en la sección Further de este periódico («El Síndrome»). Hoy quiero reconocer que, pese a que yo fui el oráculo moderno de esta enfermedad, nunca imaginé que iba a padecerlo en mis propias carnes…
Recordemos que el síndrome de Stendhal es una morbilidad psicosomática denominada así en honor del famoso autor galo del siglo XIX (El Rojo y el Negro, La Cartuja de Parma) que fue el primero en explicarla en su diario, donde narró con todo lujo de detalles lo que le ocurrió delante de la iglesia florentina de la Santa Croce:
Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí, andaba con miedo a caerme.
Esta enfermedad fue diagnosticada y bautizada por la psicoanalista italiana Graziella Margherini en 1989. La psiquiatra se rindió ante la evidencia de los cientos de casos de ataques de ansiedad, desmayos, y distintas afecciones que le llegaban todos los años al servicio de urgencias en el que trabajaba en Florencia, mayoritariamente de paseantes solitarios, que caían rendidos ante tanta belleza, presa de esta malattia.
Pues sí, querido lector, yo mismo me he visto sorprendido por esta rara patología. Relataré a continuación el extraordinario acontecimiento.
Me golpeó de repente y sin piedad, en la ciudad de Granada. Atardecía en el barrio del Albaicín, el más antiguo de la ciudad, situado frente a la colina de la Alhambra. Los granaínos alborozados y rumorosos abarrotaban las calles en busca de una brizna de aire fresco proveniente de las laderas de Sierra Nevada. El lánguido sol del atardecer doraba con su luz los muros de las casas. Yo me dirigía al restaurante Las Tomasas, e iba alegre, ilusionado y algo eufórico, mientras iba enamorándome del entorno, de las callejuelas y del encanto del barrio. Crucé confiado el umbral del carmen en donde se aloja este restaurante e inocentemente me asomé a su extraordinaria terraza. De repente y sin previo aviso, tuve la sensación de recibir un extrañamente placentero y confuso puñetazo en la boca del estómago: la inmensidad dorada de la Alhambra iluminada, setecientos años de historia mora y varios siglos de reconquista me colapsaron mis sentidos. No puedo describir lo que este cúmulo de belleza, paz, y concordia produjo en mi estabilidad emocional. Esta obra monumental me transmitió en una centésima de segundo tanta información sensorial que me rendí a la total confusión. Solo unos Negronis bien cargados consiguieron disipar las brumas que se alojaron en mis sentidos en una noche tan espectacular. Hubiera merecido la pena recordar en ese momento las palabras de Miguel de Unamuno, en lo que todas luces fue un ataque del Síndrome (por cierto, aun sin diagnosticar en esa época): «las lágrimas me subían a los ojos, y no eran lágrimas de pesar ni de alegría, eran de plenitud de vida silenciosa y oculta por estar en Granada».
En mi caso, estos síntomas antes descritos no fueron más que el principio de un achaque todavía más profundo y extraño. Granada, aparte de provocarme el famoso trastorno de Stendahl, me desencadenó otra enfermedad totalmente desconocida y a la cual bautizaré como «La Aflicción Granaína». Esta nueva enfermedad diagnosticada por primera vez en esta páginas es una patología «compuesta», pues se padece primero el citado Síndrome para luego sufrir por otros derroteros sintomáticos, si cabe, más complejos: un ataque de humildad y vergüenza, una espiral de hambre de conocimiento y, finalmente, un tremendo afán apostólico.
Me explico. A la bofetada inicial provocada por el citado Síndrome, le sigue el profundo ataque de humildad y vergüenza al reconocer la grandiosidad de la historia que encierran sus murallas y el gran desconocimiento que de todo ello se tiene. Tras esta etapa sintomática surge otra, espontánea como un géiser, que es la imperiosa necesidad de saber más sobre el sujeto artístico que provocó inicialmente la patología. Es un fenómeno que te te empuja a una espiral de búsqueda del conocimiento para remedar esa carencia y que puede durar semanas o meses, e incluso años en los casos más graves. Tras este largo periodo se desencadena el último síntoma: la imperiosa necesidad apostólica de contar lo que uno acaba de sentir, de descubrir y de aprender. En eso me hallo querido lector.
En mi caso particular, La Aflicción Granaína me ha condenado a reconocer mi gran desconocimiento de la historia de Granada, de la Alhambra, de la figura de los Reyes Católicos, y en particular de la Reina Isabel.
Desde entonces ando sumido en libros, series, documentales y pódcast sobre el tema. No me extenderé más, pues este artículo tiene que ser breve, aunque hay material para un ensayo. Solo quiero concluir que me asombra que en España la Capilla Real de la Catedral de Granada (donde están enterrados los Reyes Católicos, los fundadores del estado moderno español) no sea un próspero y mítico centro de peregrinación nacional cultural y turística. Me desconcierta que las hazañas de los Reyes Católicos no sean debidamente ventiladas en nuestro ámbito de creación cultural. Pero sobre todo, me parece increíble que una mujer que fue casi la primera Reina de un país occidental en la Historia, que llegó al poder tras un cuasi-golpe de estado dirigido por ella misma, que utilizó bulas papales falsas para su matrimonio con su primo, que se escapó de la vigilancia y supervisión del Rey – su hermano -, una mujer que decidió con quién tenía que casarse y que además lo hizo a escondidas (con Fernando entrando camuflado y de incógnito en Castilla), una mujer de armas tomar que con inteligencia y aplomo se colocó siempre por encima del perfil de su marido en Castilla, una reina que por su ascendencia portuguesa entendió y apadrinó la gran empresa de Cristóbal Colón que condujo al descubrimiento de América convirtiendo a España en el gran imperio de su tiempo, una gobernante real que dictó que se tratara a sus nuevos súbditos indígenas como iguales y no como esclavos, y una mujer que defendió su propio poder como Reina ante todos los hombres en una época en la que las mujeres tenían en la sociedad un papel absolutamente secundario, una Reina que prefirió ser temida antes que amada, repito, me asombra profundamente que una mujer así no sea fruto de un rotundo reconocimiento por parte de todos los movimientos feministas españoles. La reina Isabel la Católica (con sus enormes aciertos y errores) es un personaje femenino absolutamente extraordinario. Ella debería ser el ícono del feminismo nacional.
¿Y porqué entonces no lo es, se preguntarán ustedes? Acudan a la leyenda negra íntima aliada del progresismo político-cultural buenista que observa la historia con los ojos del presente en este país. Sí, estos aliados se hallan hermanados en la misma causa: la deslegitimación de España.
Empapado en la confusión de la belleza más sublime, arrodillado ante el abismo profundo de la Historia que encierra toda esa belleza mora y cristiana, ahogado en mi abyecto analfabetismo, hambriento de conocimiento y deseoso de propagar lo aprendido. Así me hallo yo hoy, preso de la Aflicción Granaína.
Y para acabar, recordaré las palabras de la Reina Isabel sobre Granada, «esta ciudad, que la tengo en más que a mi vida». Tanto que allí quiso ser enterrada.
PD: Hablando de belleza y arte, si van a Granada no dejen de visitar el tablao flamenco de la Venta El Gallo, en el corazón del Sacromonte, donde la familia Heredia (y Jasiel, el bailaor argentino) les conducirán a una inmersión flamenca de primer nivel artístico, de gran belleza y profundamente emocionante. No me ha quedado espacio en este artículo para reconocer su contribución a mi aflicción granaína!