Un sueño olímpico
«Los Juegos de Barcelona nos permitieron romper con esos relatos que nos contábamos y que habían potenciado la excepcionalidad, o mejor sería decir anormalidad, de la historia española»
Los Juegos tienen algo de mágico que nos cuesta explicar. Los Juegos Olímpicos nos permiten disfrutar, como cada cuatro años, de algún deporte desconocido que nos conquista, maravilla o sorprende. Quizá sea el único momento en el que cualquiera de estos, por minoritarios que estos sean, puede ocupar las portadas de los diarios de medio mundo. Muchas vocaciones han nacido en estos días de verano olímpicos desde que esta historia griega se reinició en 1896, gracias a la intensa labor de aquel barón francés, que se inventó un pasado para soñar una modernidad olímpica. A los Juegos también les debemos muchos de nuestros conocimientos culturales y geográficos más extravagantes. Bhutan, las Islas Marshall, Palaos, Tuvalu… La participación de tantos países siempre nos ha ayudado a abrir nuestra mirada y, en ocasiones, terminar perdiendo horas entre mapas buscando ese lugar donde nació el deportista que tenemos delante de la pantalla.
Si una civilización extraterrestre desembarcase en la tierra durante estos días, seguramente se sorprendería del principal pasatiempo de la humanidad en estos momentos. Eso sí, les bastaría unas cuantas horas para convencerse de que no estamos equivocados. Disfrutamos de los Juegos porque, en el fondo, nos hablan de la vida con sus bondades y con sus indignidades. En cada competición nos encontramos con ejemplos vívidos de lo que significa el esfuerzo, el afán de superación o la vileza. Estas historias, entre el mito y la realidad, nos emocionan. A veces, hasta nos descolocan. Sufrimos con las derrotas y las injusticias a las que asistiremos durante estas semanas. Pero, sobre todo, reconocemos algo de nosotros y de nuestra experiencia moral en las biografías de unos deportistas que nos recuerdan lo que somos y lo que queremos llegar a ser. Aún sabiendo todas las oscuridades de la organización y desarrollo de los Juegos, uno encuentra siempre algo de sentido ético en la ilusión y comunión forjada en torno a este evento universal.
Los Juegos Olímpicos forman parte de nuestra memoria colectiva e individual. Disfrutemos o no del deporte de forma habitual. O pertenezcamos o no a una de esas generaciones que vivimos aquellas semanas de Barcelona 92, que transformaron la imagen de nuestro país en el mundo y que también nos terminó por cambiar un poco a todos. Y permítanme una parada bibliográfica. Por favor, lean ese inesperado ensayo histórico que es 25 de julio de 1992: la vuelta al mundo de España de Jordi Canal en la no menos recomendable colección ‘La España del siglo XX en siete días’ de la editorial Taurus. Ya lo saben: los Juegos son una fiesta mundial que siempre trasciende los límites de lo meramente competitivo. Los Juegos de Barcelona nos permitieron romper con esos relatos que nos contábamos y que habían potenciado la excepcionalidad, o mejor sería decir anormalidad, de la historia española. No está de más recordarlo en un momento en el que regresan esas oscuras miradas y cuando tantos quieren, desde todos los ámbitos políticos, acabar con aquel espíritu normalizador de lo que fuimos, somos y queremos llegar a ser. En un contexto tan crítico como el actual, como dice el propio Canal al inicio de su obra, «puede resultar algo esperanzador y reconfortante pensar que ya hemos sido capaces de vencer otras dificultades y mostrar universalmente nuestra fuerza y nuestras capacidades».