THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El oro y la plata

«El segundo mantiene además la ilusión de llegar a ser primero y la capacidad de admirar a quien aún está por encima»

Opinión
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El oro y la plata

Murad Sezer | Reuters

Por algún motivo que huye de mis barruntos siento más simpatía por los que llegan segundos. Los prefiero a los que quedan primeros, vaya usted a saber por qué. Mejor la luna que el sol, el duque que el rey, el dólar de plata que el luis de oro, el finalista que el premiado. Y aunque no se lo diré a mis hijos, en mi oído suena mejor «notable» que «sobresaliente». Sería fácil achacarlo a traumas juveniles: no pasé nunca de subdelegado de clase, y tuve a menudo la sospecha de llegar segundo al corazón de una dama. Pero no es, o no solo, resquemor. Algo hay que me parece preferible ética y estéticamente en ser segundo. Quizá por la sospecha, enteramente injustificada, de que el primero hizo trampas o ha obtenido trato de favor del hombre o de los dioses. Quizá por la creencia, del todo absurda, de que el segundo cedió graciosamente la victoria al primero, al advertir que a éste le importaba más, que estaba más obsesionado con la victoria y evitarle así el trastorno de no lograrla. Quizá por cálculo: al fin y al cabo, el segundo destaca y recibe honores, pero sin la principal hipoteca del vencedor, que es hacerse blanco de envidias e insidias solapadas. El segundo mantiene además la ilusión de llegar a ser primero y la capacidad de admirar a quien aún está por encima. Mientras que al primero ¿qué le queda sino la ansiedad de perder su trono, de caer por debajo de sí mismo? Se dirá que el primero al menos se salva del olvido. Falso, solo lo aplaza. Borges lo explica en un A un poeta menor de la antología.

Las olimpiadas de Tokio me han vuelto a hacer pensar en estas cosas. Sobre todo esa medalla de plata de la ya dilectísima Adriana Cerezo, la madrileña de 17 años que estuvo a ocho avaros segundos de subirse a lo más alto del podio en taekwondo. Lo sentí mucho, como toda España, pero su sonrisa solar, visible tras la mascarilla, al colgarse la plata, me tranquilizó. Sabe que un día será primera, pero nunca tan feliz. Como en esa otra final perdida, la de básquet en Los Ángeles 84. ¿Acaso no le supo a España esa plata a oro? ¿Y no le supo a Estados Unidos ese oro a nada? Podían haberse colgado una hoja de lechuga. Contra el oro, que enloquece los pechos y da fiebres, cantó Virgilio; contra la plata, nadie. César o nada: divisa perfecta para arruinarse. Cierto: estas cosas que escribo podrían ser paparruchas de segundón, subterfugios de postergado. Incluso a mí me lo empiezan a parecer un poco. Denme pronto un premio y así saldré de dudas.

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