Recordando Annual
«En el Desastre de Annual había no dos sino tres tipos de hombres: las víctimas, los traidores y los héroes»
«En esta playa solo se quedarán dos clases de hombres: los muertos y los que van a morir» dice el coronel George Taylor en la novela El día más largo de Cornelius Ryan, sobre el desembarco de Normandía. En el Desastre de Annual -del que se cumplen ahora cien años- había no dos sino tres tipos de hombres: las víctimas, los traidores y los héroes.
Los primeros fueron los más de 10.000 españoles (el Expediente Picasso contabiliza 13.000) que perecieron en un plazo de veinte días a manos de los rifeños de Abd El Krim. La mayoría soldaditos sin apenas instrucción, campesinos semianalfabetos que no habían podido pagar para librarse de ir a Marruecos. El costado joven por el que se desangraba la España de los años 20, sin escuela ni despensa, la España del régimen corrupto de Alfonso XIII.
Traidores había en el Parlamento: politicastros y plutócratas; pero también en el Protectorado: militares que se lucraban con negocios paralelos, descritos por Indalecio Prieto («Melilla es un lupanar y una ladronera») y por Arturo Barea en su novela La ruta. Y cuando sopló el huracán Abd El Krim sobre las fichas de dominó de los blocaos, hubo coroneles o capitanes que en lugar de desenvainar el sable tiraron de talonario, dejando a sus hombres en la estacada. U oficiales que llegaron a hacer apearse de una camioneta a heridos evacuados, para subir a sus queridas.
Pero también hubo héroes, que se comportaron con honor. Como el comandante Julio Benítez, defensor de Igueriben, la colina de la muerte, donde, al quedarse sin agua, el dilema de los españoles consistía en beber orines con azúcar o sin azúcar. La primera opción sabía mejor pero daba más sed. O el teniente coronel Fernando Primo de Rivera -muerto víctima de la gangrena en Monte Arruit-, que dirigió las cargas con las que el Regimiento de caballería de Alcántara salvó a muchos españoles. Un regimiento que nada tiene que envidiar al británico del Valle de la muerte, inmortalizado por los versos de Lord Tennyson. La diferencia es que Alcántara recibió la Laureada con 90 años de retraso. O el teniente médico Vázquez Bernabeu, que defendió a sus heridos pistola en mano, fue capturado, rechazó una oferta de Abd El Krim para trabajar de galeno para él, y escapó del cautiverio llegando a nado al Peñón de Alhucemas. O el alférez Juan Maroto, hijo del marqués de Santo Domingo, que resistió durante una semana el asedio del aeródromo de Zeluán, llegando a beber agua de los radiadores de los aeroplanos.
Hubo otros héroes que no eran oficiales de Academia, que no habían nacido para tiros y laureadas, que solo pretendían salvar el pellejo y volver con sus madres, novias o esposas. Como los que describe Lorenzo Silva en su extraordinaria novela El nombre de los nuestros. Héroes de barro, devorados por el miedo y los piojos, con la moral por los suelos al ver el comportamiento indigno de sus jefes. Uno de ellos era mi propio abuelo, el sargento de infantería Francisco Basallo Becerra, cordobés de origen humilde. Fue uno de los escasos supervivientes de la matanza de Dar Quebdani, en la que novecientos españoles fueron pasados a cuchillo por los rifeños.
Prisionero de Abd el-Krim, el sargento Basallo se distinguió por su labor humanitaria en el cautiverio como sanitario improvisado, atendiendo a enfermos, despreciando el miedo al contagio de tifus; defendiendo a las prisioneras civiles del acoso de los guardianes moros, enterrando más de 600 cadáveres. Sufrió hambre y sed, fue apaleado por los rifeños, se fugó y fue de nuevo capturado.
Rescatado, junto con otros 300 prisioneros, en enero de 1923, fue recibido como un héroe, calificado por la prensa como «el ángel del cautiverio», y su popularidad llegó al extremo de que Valle Inclán lo menciona en Luces de bohemia.
Y sin embargo, me consta que -como tantos otros: Carmelo Balseras, José Cánovas, el sargento Alfonso Ortiz etc.- fue un héroe por accidente. El mismo anciano discreto y de vida rutinaria que conocí en mi niñez. Un andaluz, amante de la tranquilidad y el fino de Montilla, que no estaba hecho para tempestades de acero ni hazañas bélicas, volcado en su familia, y en sus innumerables nietos, que no contaba demasiado de las penalidades del cautiverio. Quizá por eso (casi) nadie habló de él cuando murió, en 1985, con 92 años.
He rescatado su peripecia en un libro, El prisionero de Annual (Planeta), que quiere ser un homenaje a él y a otros muchos españoles que se dejaron la piel en el Rif, en una guerra olvidada, en el aciago verano de 1921. A pesar del miedo, el tifus, la sed, las traiciones, muchos de esos antepasados nuestros supieron estar a la altura de las circunstancias, y se comportaron como héroes, sin serlo. Quizá por eso lo fueron doblemente.