Cada mochuelo a su olivo
«Ahora que los días pasan calurosos y lentos aprovecho para ampliar mi memoria de instantes gozosos, para aferrarme a su fugacidad atrapándolos con palabras»
Odio sufrir –qué revelación, pensarán, este artículo promete–. Pero a veces no hay más remedio, y por más que una patalee o se resista no le queda otra que coger aire y prepararse para salir del pozo. Por fortuna, en este empeño hace falta algo más que cerrar los ojos y pensar en Inglaterra. Porque así como aguantarme y aceptar las cosas que no me gustan siempre se me ha dado francamente mal, entresacar la belleza y la alegría de lo que me rodea se me da particularmente bien. Y para escapar de la negrura se necesitan tenacidad y tesón, sí, pero también golpes de luz en la oscuridad, imágenes luminosas como peldaños sobre los que ir apoyando los pies para dejar atrás la angustia y sentir, por fin, el sol en la cara.
Ahora que los días pasan calurosos y lentos aprovecho para ampliar mi memoria de instantes gozosos, para aferrarme a su fugacidad atrapándolos con palabras. Atenta a la posibilidad del asombro, como decía E.B. White, me fijo en la luz temprana y cálida que presagia el calor de un día de levante, el golpe de aire fresco, el sonido de las hojas mecidas por la brisa. En la lluvia que espera hasta que estás a cobijo en el bar, o en la noche que despeja de gente la plaza del pueblo. En la bandada de moritos que te sobrevuela al atardecer y en la escandalosa puesta de sol –rosa, naranja, amarilla– tan encendida como silenciosa. En el perro que se arranca a correr, con entusiasmo veloz, cuando sus dueños le sueltan la correa. En el padre negro que baila a su bebé mulato en brazos con pasos largos y lentos, y una sonrisa enorme en la cara, mientras vuelve la vista atrás hacia la madre, que camina tranquila, cansada. Feliz.
Hace un mes, una noche templada de principios de julio en el porche iluminado de una casa de campo, vimos combarse levemente el pequeño árbol del amor bajo el peso de un mochuelo. Yo estaba de charla con mi prima Livia y los niños habían dejado por fin de entrar y salir con la felicidad del desorden que traen las vacaciones de verano. Hacía rato que no nos levantábamos a cerrar la puerta para que no se colasen los grillos, y hablábamos de cualquier cosa bajo la quietud de las estrellas campestres. Nos quedamos muy calladas, temiendo asustarlo, pero el mochuelo estaba a otra cosa. Al amparo de las sombras, nos llamaba insistentemente desde la copa del arbolillo. Cansado, quizá, del poco resultado que estaba dando su técnica, se atrevió a saltar a la hierba. Desde allí, justo en el borde de la línea que separaba la luz de la oscuridad, siguió llamándonos durante un buen rato con ese sonido tan fantástico como de patito de goma. Se agachaba y se estiraba, oscilando su cuerpo hacia los lados con suavidad. Tenía una pinta muy cómica de señor pequeño e importante que sigue una conversación, ahá, cuénteme, cuénteme, con las manos a la espalda. De vez en cuando desaparecía para volver a posarse de nuevo en la puntita del ciclamor, y de ahí a la hierba otra vez. Hasta que no se aburrió de visitarnos, nuestra conversación se quedó en suspenso, pendiente de sus idas y venidas. Durante un rato largo desde la última vez que nos llamó, esperamos su vuelta sin acabar de retomarla. No todos los días se nos acerca un mochuelo a contarnos quién sabe qué.
Hay veces en las que la esperanza me impide avanzar. Me quedo quieta, aguardando, imaginando tal vez cómo me gustaría que fueran las cosas. Y es una lástima, pues mucho me temo que esto depende bien poco de mis deseos. Me da bastante coraje que sea justo la esperanza –que es lo último que se pierde– la que me paralice, en lugar de la paciencia –que es lo primero que pierdo yo–, porque gran parte de mi alegría brota de la idea de que las cosas siempre pueden mejorar. Invertir esta forma de pensamiento me resulta contra intuitivo, casi imposible. Por muchos chascos que me lleve.