Condición de rodríguez
«Rodríguez: criatura veranosa de mediana edad que habita las desiertas ciudades españolas tras la diáspora familiar»
Hinchar una columna, que diría Larra, a la semana, a veces dos, no es tan fácil como parece. No todo van a ser meditaciones filosóficas, que pueden aburrir, ni perorar sobre la penúltima controversia del ruedo ibérico, que lleva derechamente al mal humor. Probemos con un artículo de costumbres. Costumbres estivales.
Hablemos, por ejemplo, de ese tipo sociológico que todos conocemos y que solo nos visita, como tumbonas, piscinas y –a juzgar por los alegatos de celebridades– también lecturas, en verano: el rodríguez. O también cumple decir con gozo cabal: la rodríguez. Pues quizá la prueba primera de que la igualdad entre sexos tiene un pie firme en España sea esta: que igualmente las mujeres se quedan sus buenos días de rodríguez cuando el sol pasa su azada por las calles los días más largos del año.
Perfilemos el objeto de estudio. Rodríguez: criatura veranosa de mediana edad que habita las desiertas ciudades españolas tras la diáspora familiar. Su existencia se debe a un desfase en el calendario: las vacaciones del adulto en edad laboral no concuerdan con el homérico verano infantil. Un progenitor permanece en la ciudad trabajando (un poco) y el otro marcha con los vástagos a la playa o el pueblo. ¿Y cual es el atributo por excelencia del rodríguez? Una rara mezcla de desolación y euforia que no se da en ningún otro momento ni coyuntura. Se las prometía muy felices tras empaquetar a la familia y ahora resulta que la echa de menos. El otro día vi sentado en una terraza a un solitario hombre maduro con atuendo formal y un punto de desaliño del cual no tardé en deducir su condición: estaba de rodríguez. Lo delataba un rostro rebosando aburrimiento y una expresión corporal que era reflejo de la vaga inquietud de su alma, disgustada de su estado actual y que ansiaba, sin saberlo, volver a su estado anterior: el de padre o madre colmado de deberes, profesionales y domésticos, privado de sueño, a tope de estrés, y sin tiempo para nada. Ahora, con hartas horas por delante para invertir o malversar, no sabe qué diantres hacer. Percibe, sin haber leído a Sartre, que quien dice libre dice indeciso, y es incapaz de optar por el modo de cobrarse el tiempo redimido. ¿Mejor realizar alguna tarea útil y pendiente o darse a un ocio relajado y reparador? Por la noche irá a la cama que en la mañana dejó sin hacer, atormentando por no haber hecho ni una cosa ni la otra. Quede anotado, por lo demás, que la disipación a cierta edad queda descartada. Entre otras cosas, porque es infrecuente que, como en la peli de Billy Wilder, la vecina de arriba sea Marilyn Monroe y se le haya roto el aire acondicionado. El rodríguez, evitemos malentendidos, no es un donjuán suelto por la ciudad. Ni siquiera un Jose Luis López Vázquez (a quien debemos, por cierto, la expresión, y en su película no se comía un rosco).
Así que no: estar de rodríguez no es todo lujo y relax, como sugiere esa frase que se atribuye al ingenio del conservador Francisco Silvela: «Madrid, en agosto, con dinero y sin familia, Baden-Baden» (ciudad balnearia de Alemania). Además, el requisito del dinero está por verse. Más cerca de entender la angustia psicológica del que se queda solo en la ciudad yerma está el italiano Adriano Celentano, que en Azurro escribió el himno definitivo a los rodríguez de este mundo, ya que debemos suponerlos especie cosmopolita. Traduzco con gusto del italiano: Busco el verano todo el año / y de pronto helo aquí / Ella se fue a la playa / y me quedé solo en la ciudad / siento silbar sobre el tejado / un aeroplano que se va. Demasiado azul. Tentado está de coger el primer tren a la costa. Pero el mismo cantante insinúa la solución: quedarse ambos de rodríguez y recrear, una semana al año y en la ciudad, el edénico noviazgo sin hijos. Si falla la complicidad de los abuelos, que no suele fallar, no para otra cosa se inventaron los campamentos de verano.