El abbé Mugnier y las hermanas Bibesco
«Amante de las letras, y escritor fallido a su vez, el padre Mugnier sofoca su lirismo en aras de la exactitud testimonial y la admiración por el talento ajeno, y adoba todo con un humor blanco del que no se salva ni él mismo»
Una de mis grandes propuestas editoriales, que nunca acaba de plasmarse, además de la traducción del Album d’un pessimiste de Alphonse Rabbe, es la traducción de los diarios del abbé Mugnier (1853-1944). Este sacerdote francés, formado en el seminario de Saint-Sulpice y con una carrera eclesiástica de lo más discreta, llegó a ser confesor y confidente de las princesas y duquesas del Faubourg Saint-Germain y amigo de destacados escritores y políticos, entre los cuales ocupan un lugar preeminente J.-K, Huysmans y Marcel Proust.
Su porte era modesto e iba a todas partes con la sotana raída, de forma que sus ilustres anfitrionas aprovechaban el rato que pasaba en sus salones para repasarle los guantes y coserle los botones de su sobretodo. Esa preferencia de la alta sociedad le valió una reputación de «cura mundano» que le trajo bastantes problemas con sus superiores, pero incluso cuando le relegaron a la capellanía de un convento, las elegantes seguían yendo a contarle sus tribulaciones. Y él lo anotaba todo con causticidad e ironía.
Esa intensa vida social no le impidió ejercer su apostolado con la mayor eficacia, siendo responsable de impactantes conversiones al catolicismo como la de Huysmans, escritor maldito, o la de la princesa Bibesco, que pasaba por una «pagana». Edmond Rostand, considerado un ateo recalcitrante, le reclamó en sus últimos momentos y Proust le encargó que rezara un responso ante su cadáver. Mientras tanto, y un poco a la chita callando y con evidente mordacidad, él iba anotando en su diario todo lo que le contaban Anatole France, Huysmans, Léon Bloy, los Daudet, Maurice Barrès, Wagner, Anne de Noailles, Cocteau, Picasso, Proust, Colette, etc, etc.
Huelga decir que esos miles de páginas, de las que sólo se han publicado extractos, son una de las principales fuentes testimoniales de los historiadores y biógrafos de la «belle époque», no sólo por las anécdotas ahí relatadas, sino por el reflejo de los importantes acontecimientos que estremecieron al mundo durante los sesenta años que pasó escribiéndolas. Amante de las letras, y escritor fallido a su vez, el padre Mugnier sofoca su lirismo en aras de la exactitud testimonial y la admiración por el talento ajeno, y adoba todo con un humor blanco del que no se salva ni él mismo: «Jamás sacerdote comió tantas veces fuera como yo. Disipo mi vida a platos llenos». No fue en vano.
Otra de mis fuentes ha sido la extensa correspondencia que mantuvo durante casi cuarenta años con la princesa Bibesco, Marthe, no Elizabeth. Porque hay que ver la de princesas Bibesco que dieron guerra en la alta sociedad europea, concretamente en la francesa. Por esa costumbre tan molesta para los biógrafos que tienen las extranjeras de llamarse como sus maridos, es muy fácil confundirlas porque durante unos años –y de los más importantes para lo que nos interesa ahora– ambas coincidieron en los salones aristocráticos y literarios donde literalmente arrasaron. Por una parte, tenemos a Elizabeht Bibesco (née Asquith, Londres,1897-París,1940), esposa del príncipe rumano Antoine Bibesco, gran amigo de Proust y modelo de Saint-Loup en La Recherche, y, por otra, a Marthe Bibesco (née Lahovary, Bucarest, 1883-París, 1973), esposa del príncipe Georges Valentin Bibesco, primo del anterior, y también amiga de Proust, a la que el abbé Mugnier convirtió al catolicismo y con la que mantuvo esa correspondencia a la que aludo más arriba. Hay algunos paralelismos entre ambas: las dos eran escritoras, princesas Bibesco por sus respectivos matrimonios y por tanto parientes, y las dos tuvieron amoríos ilustres en España.
Elizabeth era la hija del primer ministro británico Herbert Asquith y conoció al príncipe Bibesco cuando éste era primer secretario de la legación rumana en Londres. Posteriormente estuvo en Washington y después en Madrid, entre 1927 y 1931, Elizabeth se enamoró ahí perdidamente de José Antonio Primo de Rivera hasta el punto de que, cuando le condenaron a muerte, intentó salvarle moviendo Roma con Santiago y llegando incluso a escribir una carta al presidente de la República, Manuel Azaña. Estos amoríos han dado lugar a un musical que no sé si ha tenido mucho éxito o si tan siquiera se ha representado.
Martha, por su parte, vino una vez a Madrid, invitada por Alfonso XIII y se acostó con él. Al volver a París, le dijo a esa confidente que tienen siempre los grandes amadores y que nunca se come una rosca, que el rey le pareció como las orquídeas, escaso y agresivo. Como la Bibesco era conocida por su generosa y libérrima vida amorosa esta anécdota no me extrañó nada, es más, me recordó otra parecida sobre la misma señora, aunque con pareja menos noble, que refiere Paul Morand, el sofisticado diplomático francés, en su Journal Inutile
Paul Morand, cuya obra más conocida es el «Diario de un agregado de Embajada», 1916-1917, donde se dedica, como de hecho en casi todas sus obras, a «desmontar» el mundo, o como él decía a dar cuenta de su «desorganización». Entre los muchos personajes que disecciona por el camino está esta inefable Bibesco (Martha), que en cierto modo basaba su prestigio literario en la leyenda de que Marcel Proust la admiraba, cosa que según Morand era totalmente falso. Hay dos entradas muy significativas de lo que pensaba Morand de su propio diario. La primera es del 14 de diciembre de 1973 y dice: «No tengo ningún interés en que estas notas, este Diario inútil se publiquen. Pero, si se hace, que no sea antes del año 2000. Mis contemporáneos no me interesan, pero pienso mucho en los que vendrán después, los quiero», y esta otra del 5 de junio de 1974: «No tengo nada que transmitir: de aquí el título de Diario inútil; esta «nada» se la ofrezco al año 2000, con todo el amor que he conservado por quienes me han transmitido algo». En efecto, las casi 2000 páginas de estos diarios están llenas de datos cuyo mordiente ha sido suavizado, o inutilizado por el tiempo, pero ha quedado el poso de un concentrado y riquísimo material literario. Todo eso que hay que leer y mucho más.