Terapia pajarera
«Los pájaros tienen la maravillosa capacidad de cambiarnos el ánimo: nos sacan de nosotros mismos y nos hacen compañía, y lo único que tenemos que hacer es estar un poco más atentos a lo que nos rodea»
Cuando Joe Harkness sufrió una crisis nerviosa en 2013, encontró en la observación de pájaros un inesperado aliado en el camino hacia su recuperación. Harkness, que antes nunca les había prestado atención, sintió de tal forma la mejoría en su estado de ánimo que decidió publicar un libro a raíz de su experiencia, Bird Therapy (Unbound, 2019), con la intención de que pudiera servir de ayuda a otros que estuvieran pasando por un mal momento. Esta historia le habría chiflado a mi abuelo Mauricio, traductor de la primera guía de aves de España –Guía de campo de las aves de España y demás países de Europa, de Roger Peterson, Guy Mountfort y P.A.D. Hollom–, que publicó Omega en 1957. Primero, porque nada le gustaba más que una historia de superación; y, segundo, porque pocas cosas le daban más alegría que los pájaros. Estoy convencida de que nos habría perseguido con el libro de Harkness hasta la saciedad –y habría hecho bien–.
El libro de Harkness me vino a la cabeza ayer cuando mi amiga Inma me contaba muy divertida que su madre tenía un búho real en el jardín, y que estaba como loca con él. Vamos, que sólo le faltaba ponerle un sitio en la mesa o hacerle la cama en el cuarto de invitados. Sus hijos, cuando la han visto con tanta ilusión, le han regalado unos prismáticos entre todos y ya no pierde detalle de sus andanzas. Ahora que ya puede radiarles los movimientos diarios del bicho con total precisión, están empezando a sospechar que van a terminar compartiendo herencia con el búho, pero debo decir que poco me parece –y que me perdone Inma–. Porque es verdad que los pájaros tienen la maravillosa capacidad de cambiarnos el ánimo: nos sacan de nosotros mismos y nos hacen compañía, y lo único que tenemos que hacer es estar un poco más atentos a lo que nos rodea. Prestarles algo de atención.
Luego me quedé dándole vueltas a todos los pájaros que sé que han pasado por casas de familiares y amigos. Me acordé de Teodoro, el autillo tan simpático y sociable que tenía una tía abuela mía cuando era chica. Siempre volvía cuando lo soltaban, y se llamaba así porque sus ojos tenían la misma mirada fija y penetrante que la del deán de la catedral. De Pica, la urraca de mi tío, que disfrutaba posándose sobre su hombro y bebiendo Tío Pepe directamente de la copa (siempre con moderación). De la foto que tengo a los 4 o 5 años con mi abuela y un flamenco que se escapó del zoo y aterrizó en su jardín. Del águila calzada que vivió en el piso de recién casados de mis padres en Madrid hasta que se le curó el ala rota, en una jaula enorme que le hizo mi padre en el balcón. De mi amiga Ximena, que se ha colocado un espejo al lado del ordenador para poder mirar sin tener que darse la vuelta a las tres cacatúas ninfa que tiene en una jaula con la puerta abierta justo detrás de su mesa de trabajo. De mi amigo Bosco, que a los 15 años, además de una salamandra viviendo en un cajón de su mesa, crió un cernícalo primilla en su cuarto hasta que le llegó el momento de soltarlo –todo esto sin que se enterase su madre, que viviendo en un piso me parece que tiene cierto mérito–. Del cuervo Fletcher, que jugaba a empujar cochecitos con el pico allí en Norfolk y, cuando se escapaba, no había más que encender un Ducados para hacerlo volver, o de las urracas de Fernando, que vivían en la terraza de su ático y le traían flores de geranios rojas, porque como buenas urracas estaban fascinadas por los colores chillones y brillantes.
Cada uno de estos pájaros es hijo de su padre y de su madre, pero el recuerdo de todos ellos dibuja una sonrisa en la cara de cualquiera de las personas por cuyas vidas han pasado, haciéndolas, así como los que no quieren la cosa, un poquito más alegres. Porque quién necesita un psicólogo cuando tiene de vecino a un búho real.