Educación: una decepción que crece
«Me pregunto en qué puede consistir una educación de los sentimientos y las emociones si no se acude al acervo narrativo de la buena literatura»
Son muchas cosas las que sabemos sobre la educación. Conocemos el valor de la virtud, que es consecuencia del esfuerzo sostenido en el tiempo. Conocemos también la urgencia de la alfabetización, que no consiste sólo en aprender a leer, sino en aprender a leer bien. La lectura es el trabajo de una vida, una disciplina placentera y arriesgada que revela sus arcanos con la constancia de los días. La ciencia –vivimos un tiempo que idolatra los datos– avala esta hipótesis: para el informe PISA, ningún factor predice el éxito académico con mayor fiabilidad que el número de horas que los padres dedican a leer en voz alta a sus hijos en edades tempranas. Diríamos que, a los cuatro o cinco años, se escribe el alfabeto de la vida adulta. La evidencia de que los libros son los grandes olvidados en la mayoría de colegios españoles debería hacernos pensar. Me pregunto en qué puede consistir una educación de los sentimientos y las emociones si no se acude al acervo narrativo de la buena literatura. Mi respuesta es que en un sucedáneo de la ideología, esa fábrica de lugares comunes.
Pero, en efecto, sabemos más cosas sobre la educación. Sabemos, por ejemplo, que nos formamos con nuestros iguales y, por tanto, que la atmósfera del grupo (sus rutinas, su ambición, sus valores y creencias) también importa. Sabemos que la calidad del profesorado resulta fundamental, como no podía ser de otro modo. Los maestros excepcionales son escasos –todos hemos tenido alguno que nos ha dejado profunda huella–, pero más decisivo es subir el nivel medio, especialmente en las asignaturas clave. Sabemos también que los problemas escolares deberían detectarse rápidamente y a una edad temprana, y que haríamos bien descartando el uso de pantallas en los colegios: ni tablets ni móviles; sólo papel y lápiz. Personalmente estoy a favor del homeschooling –cuando una familia no puede acceder a una escuela de calidad–, de la publicación de los resultados académicos de cada centro, de la creación de colegios de alto rendimiento e incluso de institutos que ofrezcan currículos altamente especializados en Matemáticas, Ciencias o Lenguas; pero, al defender estas ideas, me posiciono más que lo que permite avalar la ciencia. Simplemente creo –coincidiendo con un socialdemócrata convencido como Richard Rorty– que la libertad es buena y que ayuda a proteger la verdad; y, por otro lado, que la especialización temprana da resultados entre los buenos alumnos, al igual que entre los deportistas.
Pero, sobre todo, sabemos que lo que funciona en la educación no es precisamente lo que se hace en nuestro país. Se habla de reducir los currículos –lo cual podría estar bien– para rellenarlos, sin embargo, de palabrería grandilocuente. El descaro ideológico suele tener malas consecuencias, aparte de que suscita resistencias casi instintivas. Limitarse a repetir eslóganes superficiales sin ir a la raíz de los problemas tampoco suele funcionar. Se argumenta, sobre la base del ejemplo finlandés, que es contraproducente alfabetizar a los niños en los cursos de infantil, obviando que en Finlandia la cifra de préstamos en las bibliotecas públicas es siete veces mayor que en España. Es decir, que leen mucho más que aquí, y lo crucial es la lectura y no la decisión de alfabetizar antes o después. Como padre, he seguido con atención los debates educativos desde hace ya de una década. En todos estos años, la decepción no ha hecho más que crecer.