El ocaso del arte afgano
«En Afganistán cualquier culto a una imagen habrá de ser visto como una posible traición coránica, por lo que su destrucción se llevará a cabo de manera silenciosa y hermética»
Mucho se habla de cómo afecta la entrada insurgente en Kabul, de cómo la mujer verá anuladas sus libertades, de cómo se verá resentido geopolíticamente el globo, de qué supone este hecho para la historia contemporánea, del fracaso de un modelo de vida basado en los derechos humanos y la democracia o del efecto llamada que puede traer consigo para un cambio general de régimen en Oriente. En este sentido, el arte también verá cómo la llegada del gobierno talibán supone un antes y un después en su preservación, con el desastre cultural que eso conlleva. El país había visto cómo resurgía la creación artística en las últimas décadas, con fenómenos que no por espontáneos dejan de ser esperanzadores, con pequeños gestos de recuperación general. Se ha fundado, por ejemplo, una facultad dedicada al estudio y la potenciación del arte, con relativo auge de algunos de ellos como la pintura, tras varias décadas donde sólo estaba permitido representar paisajes. Los museos han incrementado su aforo, el cine nacional ha emergido, el arte urbano salpica las calles afganas. Un pequeño oasis dentro del desierto cultural en que se hubo convertido el país.
Nada de esto será igual. Bien es sabido cómo las religiones abrahámicas tratan sus símbolos. Mientras el islam, por ejemplo, pasa por ser una creencia iconoclasta, es decir, que rechaza imágenes e iconos; el cristianismo recoge de las viejas doctrinas paganas un cierto carácter iconófilo que llega hasta nuestros días. En este sentido, la expansión de los talibanes por el país será devastador. Ya en 2001, destruían con hachas todo símbolo que representase figuras humanas, arrasaban todo lo que encontraban en museos y almacenes, derribaban estatuas, quemaban monumentos. Quizás el ejemplo más gráfico sea el tratamiento que hicieron con los famosos Budas gigantes de Bamiyán, que derribaron con dinamita. Se redactarán leyes que perseguirán estas manifestaciones, y no faltará quien empuñe la antorcha que les dé fuego.
Una vez más, el fervor religioso se impondrá. No será la primera vez que ocurra, aquí mismo tenemos un ejemplo histórico. Poco importa si hablamos de la invasión o de la reconquista de la península: el damnificado es el mismo, un arte que perece bajo el yugo de la intolerancia y el fanatismo. Mientras, en Afganistán cualquier culto a una imagen habrá de ser visto como una posible traición coránica, por lo que su destrucción se llevará a cabo de manera silenciosa y hermética. Porque este es otro de los aspectos relevantes del asunto: no habrá consciencia real de cuánto se perderá en esta deriva. En 2001, la destrucción de los Budas fue filmada y distribuida con intenciones propagandísticas, aunque el verdadero alcance de la ruina artística no se conocerá nunca. De nada servirán las quejas de la UNESCO, de Occidente o del sursum corda. El arte suele ser uno de los primeros damnificados cuando la libertad decae, cuando la sinrazón se impone. Y este caso, para desgracia del patrimonio cultural y humanístico, no será una excepción.