Tardes muertas
«El cine es ese milagro con ritual para el que uno se arregla y se enhebra de algún brazo como los toreros se encomiendan a sus vírgenes de altar portátil en el hotel»
Los cines los reflotarán esas parejas de adolescentes que no saben dónde gastar sus besos cuando ya se les ha acabado la ciudad. Enamorarse por primera vez consiste en ir quemando rincones para la intimidad hasta llegar al cine, que es precisamente ese lugar que no se agota nunca y ninguna plataforma, ni siquiera Netflix, ha conseguido todavía sustituir esa verdad. Cuando yo tenía quince años cualquier rincón nos servía en verano para mirarnos enamorados durante muchas horas. El otoño era un bullicio de pensamientos sobre a dónde iríamos cuando hiciese frío de verdad y la salvación de todos los amores, de todos los domingos, siempre fue el cine. Los cines son «lugares propicios para el amor», por decirlo a la manera de Ángel González.
Pienso en esto porque camino por la ciudad desde hace días como si me faltara algo, una extremidad que todavía siento y que no sé bien cuál es. Tengo el síndrome del miembro fantasma y no termino de ubicarlo porque aparentemente no le han amputado ninguna plaza, ni ninguna esquina, por mucho que me esmero en recorrerla. ¡No es eso y por fin caigo! Es sencillamente que le faltan los cines, que siguen ahí pero hace una eternidad que no los piso: como si Francisco Igea les hubiese puesto dos rombos por esto del coronavirus[contexto id=»460724″]. He dejado de ir al cine sin darme cuenta hasta que esta tarde se me ha hecho insoportable la sensación de que la ciudad se me había quedado pequeña, de que le faltaba algo y resulta que le falta todo porque el cine es un plan urbanístico por el que se amplía en dos horas cualquier urbe poniéndole ventanas a Manhattan, a Roma, a Tokio, a Casablanca, a la Sicilia de la unificación según Visconti e incluso a Gotham.
El cine es ese milagro con ritual para el que uno se arregla y se enhebra de algún brazo como los toreros se encomiendan a sus vírgenes de altar portátil en el hotel. Al cine uno va con todo, sabiendo que cuando salga ya no será el mismo si la película es buena y la ciudad, ya a oscuras, será como si fuese otra y habrá que conquistarla nuevamente e incluso empezaremos el amor de nuevo como si no llevase muchas tardes a sus espaldas. El cine es precisamente todo eso. Incluso no haberse bebido los euros con tónica un sábado de madrugada cuando les teníamos contados para poder invertirlos el domingo en unos cines que ya cerraron.
A todos nos fascinó el cine la primera vez que se quedó a oscuras la sala. Después, a los dieciséis, el cine sería de esas pocas cosas de las que no renegaríamos en esa religión que es la adolescencia y que consiste en negarse hasta a uno mismo. Por eso tengo la certeza de que los cines y su industria la salvarán mis hermanos pequeños y su generación cuando vuelvan las tardes muertas y, enamorados, las de octubre con su fresco y la ciudad se les quede pequeña.