No tenemos derecho al pesimismo
«En mi opinión y contrario a la sensación generalizada en la sociedad, el optimista es el verdadero progresista, pues busca el progreso y la evolución, no la confrontación y la ruptura»
Vuelvo a esta cita de Antonio Garrigues Walker. Es una frase lapidaria que me persigue desde hace meses. Ya la he citado en otro artículo, pero estoy convencido de que aun puedo sacarle más jugo.
Afirmo sin complejos que en España, y en general en el mundo occidental llevamos demasiado tiempo instalados en el negativismo. Somos víctimas de una epidemia de pesimismo, de envidia y de crítica continua. Quisiera primero aclarar que el pesimismo no es nada más que «la tendencia a ver y a juzgar las cosas en su aspecto más negativo o más desfavorable». Pese a ser una proposición realmente poco atractiva en su definición teórica, parece que en la práctica es una tendencia «cool», que está mucho más en alza que su antónimo. Una de las razones que explican este fenómeno es que el pesimista siempre parece ser mucho más interesante, intelectual, analítico e inteligente que el optimista. Las críticas parecen construcciones más sustanciadas y evidentes porque la censura llama más la atención. Además, el tono lúgubre, sensacionalista o alarmista atrae a todo un submundo de tristes, inseguros, miedosos, y de otro tipo de personas realmente tóxicas: los «odiadores» de las redes sociales. El pesimista es en realidad un aguafiestas, es el Nube Negra que siembra la angustia y la depresión. Este individuo no puede progresar en una sociedad bien avenida y equilibrada, por lo que necesita provocar el cambio porque quiere vivir de las rentas de su revolución. El misántropo, siempre busca el lado defectuoso de las cosas (lo que los anglosajones llaman fault-finding).
En mi opinión y contrario a la sensación generalizada en la sociedad, el optimista es el verdadero progresista, pues busca el progreso y la evolución, no la confrontación y la ruptura. El pesimista embauca, anuncia el fin del mundo, y te convence que solo él y los suyos pueden salvarte de las desgracias que preconizan. El pesimismo es un negocio que te vende una utopía, es el pesebre de los tristes, los que no actúan los dependientes. Te hunde en la miseria, te traslada tristeza y alarma, melancolía, inconformismo, sufrimiento, y finalmente, agría el carácter. Siembra la semilla de la discordia. En el ámbito político, y generalizando por supuesto, la gente de izquierdas y los nacionalistas serían mejor identificados con «los pesimistas». En el ámbito religioso, se podría decir también que el cristiano, pese a la amenaza del pecado y del infierno, debería ser optimista por naturaleza pues encuentran la razón de vivir aunque la vida sea dura. El cristiano tiene futuro más allá de la muerte. El cristiano tiene el perdón y basa su vida en el amor a los demás. Tiene esperanza.
El optimista es el rey de las reuniones sociales, la persona con la que todo el mundo quiere compartir, la que contagia ilusión y alegría, la que percibe el futuro como algo bueno e ilusionante. Transmite energía. Por eso sorprende que el pesimista tenga tanto seguidor en estos tiempos. Hay un dicho popular que lo dice todo: «El optimista siempre tiene un proyecto. El pesimista siempre tiene una excusa». Continúo con las citas tan útiles en este tema recurriendo a mi admirado amigo y extraordinario escritor el Doctor Mario Alonso Puig cuando afirma que «el mundo necesita personas optimistas que irradien alegría, confianza y entusiasmo. Ten en cuenta que tanto el optimismo como el pesimismo son altamente contagiosos. Por ello busca compañías que te sumen y no que te resten».
El pesimismo es a la vez un fenómeno patológico y mental, pues puede llevar a la depresión y a problemas de nervios.
Como explica el Doctor Tomás Álvaro Naranjo en su artículo Anatomía de la Tristeza, desde el punto de vista físico «el miedo y la ira hacen más rígido el organismo, mientras que el amor y la alegría lo abren y ablandan. Y eso ocurre como un fractal que refleja desde la forma de los huesos a la estructura hepática o el agua que riega los espacios del cuerpo, capaz de ionizarse y modular su estructura a través de la geometría ácida del estrés o de la alcalina del estado de calma». Sin embargo, el optimismo nunca acaba en enfermedad, ¿o acaso alguien muere de alegría?
En España desde finales del Siglo XIX hasta nuestros días ha existido una tendencia pesimista por parte de los autores españoles que ha marcado nuestra sociedad y ha calado en la política, los medios de comunicación y la psique popular. Como pone de manifiesto claramente en su libro el historiador Rafael Nuñez Florencio (El Peso del Pesimismo. Del 98 al Desencanto. 2010, Editorial Marcial Pons): «Lejos de todo tono dogmático, baste convenir simplemente que el pesimismo en todas sus formas ha sido una constante que ha marcado decisivamente la realidad española del siglo xx». La democracia pudo ser el catalizador del cambio, pero pese al lustro optimista (1975-1980) volvimos a caer en el pesimismo caústico, en el que ahora nos estamos ahogando. Por eso quiero reivindicar hoy y ahora que en España ya no tenemos derecho al pesimismo. Lo digo porque, como decía Woody Allen, a mí «me interesa el futuro porque es el sitio en el que voy a pasar el resto de mi vida».
Huyamos a partir de ahora del pesimista, del complejo del día de la marmota, en el que todo es repetitivo, y unos días no se distinguen de otros. Enfrentémonos cada mañana con optimismo a nuestros duelos y a nuestros retos. Cada día debe de ser una nueva oportunidad de cambiar, de aprender, de esforzarse y de lograr. Esta a nuestro alcance.
No podemos disfrutar de una existencia feliz si uno vive instalado en el pesimismo, así de sencillo.