Entablando
«Tengo claro que una de las cosas que me da la vida es precisamente esa: charlar con la gente más insospechada, así porque sí, de repente»
Entablar una buena conversación con alguien a quien no conoces de nada es uno de los secretos de la felicidad, o eso dice Nicholas Epley, un psicólogo conductual de la Universidad de Chicago. En realidad, lo que sostiene es que una de las cosas que podemos hacer para ser más felices es pegar la hebra con la señora del asiento de al lado, y que si lo hacemos llegaremos a nuestro destino sintiéndonos mejor que si nos pasamos el trayecto de metro sin levantar la mirada del libro, intentando por todos los medios evitar que nos hable cualquiera. Yo no sabía que había un estudio sobre el tema que enlazara entablar con extraños y estar más contentos, pero tengo claro que una de las cosas que me da la vida es precisamente esa: charlar con la gente más insospechada, así porque sí, de repente. Siempre que lo hago mejora el día, no falla, y encima es una alegría con eco, porque la vivo en el momento y luego cada vez que le cuento lo que me ha pasado a alguien. De modo que no me sorprende que, según el experimento de Epley, hablar con desconocidos –pero hablar de verdad, prestando atención, poniendo interés– sea uno de los pequeños cambios que podemos hacer para estar más contentos.
El Jardín del Príncipe de Anglona, en Madrid, es una preciosidad. Un poco descuidado, quizá, a pesar del orden de su diseño, tiene un tamaño ideal. La luz de la mañana se cuela amable por los entramados de ramas y hojas. No hace calor aún. Me siento en uno de sus bancos de piedra y me entretengo con las idas y venidas de un beagle jovencillo que se me ha colado entre las piernas al entrar. El muy zangolotino se lo está pasando en grande venga a saltar torpe y alegremente sobre los setos de boj con las orejas al viento. Encantado desobedeciendo a su dueña, que lo llama desde lejos con santa paciencia; amo y señor de su tiempo (y del de ella también). Solamente hay una persona más: un hombre que se dedica a colmar de agua, viaje a viaje, la pequeña fuente de granito que hay en el centro del jardín. Con mucha parsimonia, entra y sale acarreando una botella de plástico de dos litros que rellena de agua en algún lugar de la plaza de la Paja. No tengo más remedio que acercarme a preguntar. No vive por allí, no. Se llama Ricardo y viene los fines de semana desde el norte de la ciudad a ponerle agua a los pájaros. Luego machaca un poco de pan duro en una esquina y se queda por allí un rato más mientras las palomas se vuelven locas de contento.
Yo había leído a Montano nombrar este jardín en varias ocasiones, y era leerlo y morir un poco de envidia. Me gusta haber venido esta mañana de agosto a un rincón tan especial, y me imagino sin dificultad a Montano leyendo muy tranquilo a la sombra. Su jardín está amarrado sin remedio al de Javier Marías y Andrés Trapiello, y a las muchas horas de lectura que ha pasado aquí. En el mío están ellos también pero ahora, además, se incluyen Ricardo, sus palomas y el beagle desobediente.
Unos días después, cruzando la plaza del Arenal, en Jerez, me llama una señora: “Muchacha, ¿te importa sujetarme esta paloma?”. A mí me importa bastante, la verdad, porque los pájaros me encantan pero más bien de lejos. Sin embargo, suelto el bolso y la cojo con delicadeza. Siento su cuerpo suave quieto entre mis manos. Allí estoy yo, de charla con Fini, sujetando una paloma que me mira con un ojo de ámbar oscuro en el que jamás habría reparado de otro modo. Me acaricia suavemente el dorso de la mano con el pico mientras Fini le recorta con mucho cuidadito una guita deshilachada de plástico rosa que la tenía trabada como a un mulo y no la dejaba caminar. Fini tiene los labios pintados del mismo rosa que las patas de la paloma, y mientras trabaja me va contando que les da de comer trigo, pero que lo que más les gusta es la mixtura, que lleva garbanzos y les chifla. Le digo que me da un poco de reparo que me vaya a dar un picotazo y me mira con cara de que eso no es posible, “Son mansas, lo dice la Biblia”. Yo le empiezo a contar que en El anillo del rey Salomón Konrad Lorenz dice algo muy distinto, pero dejo morir la historia cuando veo su cara de horror. Qué más le da a Fini lo que diga Konrad.
Realmente a mí no me sale solo lo de charlar en plan espontáneo con unos y con otros. Me temo que soy mucho más de meter la nariz en el libro y cortar de raíz cualquier intento de comunicación. Pero cada vez que abro una rendija y me dejo llevar por la curiosidad, me siento mejor. Ricardo y Fini no se parecen en absoluto a la gente con la que me suelo relacionar a diario, y eso es lo bonito de todo esto: ambos me regalaron un trocito de sus vidas haciendo la mía más interesante por el camino. Yo no sé de qué hablarán en el LTrain de Chicago cuando acceden a formar parte de los experimentos de Epley, pero supongo que al final lo importante no es tanto el tema de conversación como la atención que le prestamos a la otra persona, aunque sea durante solo unos minutos: salirnos de nosotros, mirar el mundo con ojos distintos.