El desprecio
«Una democracia imperfecta, pero inclusiva, siempre será preferible a la falsa democracia de los que se pretenden justos»
Hay una diferencia crucial entre la ira y el desprecio, señala el politólogo Arthur Brooks en Amad a vuestros enemigos (Ed. Elba). La ira es la indignación y el enfado (en ocasiones incluso razonables) que surgen ante determinadas circunstancias. El desprecio cala más hondo, hiriendo la raíz misma de la convivencia. «Los sociólogos –escribe Brooks– definen el desprecio como una mezcla de ira y repugnancia. Estas dos emociones forman una combinación tóxica, como la mezcla de amoníaco y lejía. En palabras del filósofo del siglo XIX Arthur Schopenhauer, el desprecio es “la convicción absoluta de que el otro no vale nada”, es decir, que “carece de precio”. El desprecio no es un mero arrebato después de un momento de profunda frustración con otra persona, sino una actitud de completo desdén». Y añade: «En la política estadounidense no tenemos un problema de ira. Tenemos un problema de desprecio. […] Cuando alguien que tienes cerca te trata con desprecio, ya no se te olvida».
Jean Améry sugirió algo similar en su sobrecogedor Más allá de la culpa y de la expiación (Ed. PreTextos), donde rememora su experiencia con los verdugos nazis. En el fondo de la conciencia, asegura, se encierra la confianza instintiva en el prójimo: hay límites o fronteras que no se superarán. Es una consecuencia de la condición filial del ser humano, que nace y crece como una criatura necesitada de la ayuda y el amor de los demás. De los padres, en primer lugar; de la familia, de los amigos, del pueblo, de un país, a continuación. Esa seguridad última de la ayuda mutua, también entre desconocidos –la filoxenia o amor a los extranjeros, que constituye el núcleo de la acogida al diferente– es el suelo natal de la humanidad. Cuando esa certeza se quiebra –como le sucedió a Améry al enfrentarse a la tortura–, la conciencia común de lo humano se rompe. En la raíz del odio, se diría, subyace un desprecio tan hondo que hace imposible reconocer en el rostro del otro la sustancia nuestra propia naturaleza.
La interpretación que nos plantea Brooks de la crisis política norteamericana permite trazar un fácil paralelismo con la situación actual de nuestro país. ¿Cuánto hay de desprecio –si no de ira– en el resurgir de los populismos? La explosión de los sentimientos políticos alimenta una separación impensable hace unas décadas y que –analizada fríamente– tiene muy poco de racional. Los nacionalismos excluyentes, por ejemplo, rechazan la pluralidad interna en nombre de un “pueblo” al que sólo cabe definir de forma emocionalmente abstracta. Unidas Podemos, por su parte, lleva años dinamitando los grandes acuerdos del 78 que hicieron posible nuestras libertades. Es un proceso que se retroalimenta en forma de miedo y que juega a extremar las posiciones conservadoras y a demonizar sus propuestas. Hay dialécticas que pertenecen a los círculos del infierno.
Amad a vuestros enemigos titula Brooks su propuesta, aunque el primer paso sería no reconocerlos como enemigos, sino sencillamente como adversarios. La filoxenia que practicaban los antiguos pueblos del Próximo Oriente, y que se caracterizaba por acoger con hospitalidad al extranjero, es lo contrario de la xenofobia. En sociedades cívicas como las nuestras, la filoxenia se traduciría en el amor a una libertad auténtica capaz de acoger al distinto, al que nos resulta extraño por cualquier razón, ya sea ideológica, religiosa, de raza o de género. La filoxenia, en tanto que virtud política, significa sencillamente que una democracia imperfecta, pero inclusiva, siempre será preferible a la falsa democracia de los que se pretenden justos.