¿Dónde estaba usted aquel 11 de septiembre?
«Los grandes hechos, aun las grandes tragedias, sólo cobran sentido en el contexto de nuestra vida cotidiana»
No era un día normal, era un día hermoso. Coincidían las dos ciudades en mostrar un cielo azul limpio al calor del paralelo cuarenta, como si en lugar del fin se anunciase el inicio de cualquier cosa. En España, además, sonaba por primera vez en el curso el timbre de los colegios. Esa sensación de casa recién pintada, de Alicia cayendo por la madriguera, de espacio por conquistar, se acentuaba en aquel ingenuo de trece años. Nadie podía presagiar nada, pero todo el mundo atalayaba el horizonte desde un casi otoño esperanzador, curiosos como suelen ser los septiembres, y más aún aquel, que estrenaba milenio y pantuflas. Recuerdo bien a mi profesora de Lengua, Marisa: este año no se holgazanea, que se acerca el Bachillerato. Recuerdo también un SMS de un viejo amigo de estíos y porvenires: aguanta, hermano, son sólo nueve meses. Atrás quedaba un verano obstinado en perpetuarse, que diría el poeta.
Era el mío uno de esos colegios en el que los niños eran liberados a las cinco de la tarde, como los Victorinos en el mayo de Madrid. Esto significa que el atentado me cogió en el comedor. A la hora en que los niños escondían la fruta en las servilletas debían estar aquellos tipos secuestrando el avión. Escucho ahora la voz temblorosa de una de las azafatas en un documental de Netflix: alguien ha apuñalado a parte de la tripulación y se ha encerrado en la cabina… creemos que han secuestrado el avión. Vivían los chavales de mi colegio ajenos a la maldad humana que en esos momentos actuaba. No quedaba demasiado para mezclarse con ella -con la maldad, se entiende-, y los primeros coletazos quizá podían sentirse en ese televisor, donde Matías Prats -todos, ese día, debimos escuchar a Matías Prats, según parece- gritaba: ¡Dios Santo! Una profesora se llevaba las manos a la cabeza. Por la tarde, mi familia no se separó de otra televisión, esta vez la del salón. Mi primo de seis años preguntaba: ¿Todos los que se mueren, se mueren así?, mientras aquellos hombres se arrojaban al vacío desde el piso cien.
Quizás el lector vea frívola esta actitud de superponer un día cualquiera de un niño en el día más funesto de la historia occidental contemporánea. Pero resulta que los grandes hechos, aun las grandes tragedias, sólo cobran sentido en el contexto de nuestra vida cotidiana. Recuerdo el silencio de aquel pueblo de Segovia el día que mataron a Miguel Ángel, el concilio que la profesora de Filosofía organizó para hablar de nada y de todo el día que volaron los trenes en Madrid. La vida va dinamitando certezas muchas veces a través de giros en el libro de historia, de cambios de rumbo en la línea cronológica. Aquellos niños que zanganeaban en el comedor no sabían que, a esa hora, en ese momento, la vileza colocaba su pendón en la ingenuidad de la memoria. Varias generaciones tendrían, necesariamente, que abrir ahora los ojos.