Baudelaire, inconformista y reaccionario
«Lo que realmente importa es que ha liberado la inspiración poética de los clichés clasicistas y ha permitido que Mallarmé pudiera declarar bien alto y con fértiles consecuencias, no sólo para la poesía francesa sino para la universal, que ‘ha llegado el momento de dar la iniciativa a las palabras’»
No quiero dejar pasar este año sin mencionar el bicentenario del nacimiento de uno de los poetas más incomprendidos, a fuer de famoso, de la poesía francesa. Me refiero a Charles Baudelaire, sobre quien la mayor parte de sus exégetas parecen ignorar sistemáticamente dos de sus principales características: que era un católico torturado por el pecado y la culpa y un reaccionario. De esto último destaco su desprecio a Victor Hugo y, más en concreto a su obra Los miserables, a la que consideraba una exaltación del bandolerismo y, a riesgo de repetirme, reproduzco nuevamente algo que ya comenté en estas páginas respecto a los hugólatras, entre los que figuraban evidentemente, Baudelaire, Henry James y doña Emilia Pardo Bazán:
«En mi novela ̶ dice Baudelaire claramente para molestar ̶ que mostrará a un canalla, un verdadero canalla, asesino, ladrón, incendiario y pirata, la historia terminará con esta frase: Bajo los árboles que yo mismo planté, rodeado de mi familia que me adora, estoy ahora gozando en paz la recompensa de mis crímenes».
Pero en lo que me voy a centrar es en las cartas a su madre. Sin entrar en la polémica de la licitud moral de difundir documentos y textos que no han sido escritos para su publicación, estas exploraciones subterráneas en la vida de los artistas suelen ofrecer aspectos poco agradables para la imagen de genio del genio, pero sumamente interesantes para la posteridad. Y es que correspondencias familiares y diarios íntimos sacan a la luz lo peor de los artistas que, como en casi todo el mundo, dicho sea de paso, suele ser su vida familiar y privada (Ramón Gaya refiere que Cernuda decía que «contra la familia todo lo que se diga es poco»).
Hay dos ediciones en castellano de esta correspondencia de Baudelaire (Cartas a la madre (1833-1866) Traducción, introducción y notas de Roberto Mansberger. Grijalbo-Mondadori, 1993, y la más reciente, y además integral «Querida mamá: cartas a la madre, 1834-1866», Ediciones de la Mirándola, traducido por Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán, 2019). Me voy a referir a la primera, que es la que obra en mi poder y que está formada por 157 cartas dirigidas por el poeta a su madre, con dos o tres excepciones. No hay que olvidar que tras la muerte de Baudelaire sus derechos literarios salen a pública subasta y son adquiridos por el editor Michel Lévy. Completan el volumen varios apéndices con indicaciones biográficas sobre los principales protagonistas del drama que hemos visto desplegarse, carta a carta, a lo largo de esta correspondencia que no puedo dejar de calificar de grimosa, como por ejemplo unas notas biográficas sobre el señor Aurick, el odiado padrastro, el no menos odiado notario Ancelle, tutor del pródigo poeta, así como de Jeanne Duval, la «Venus negra», adorada, temida y también odiada (por este orden), amén de una cronología extraída de la publicada en la edición de las Obras completas de Baudelaire a cargo de Marcel A. Ruff, (Éditions du Seuil, París, 1968) y adaptada a las exigencias de la presente edición.
Es toda la vida de adulto de Baudelaire la que se puede seguir, con la impunidad del mirón, en esta correspondencia unidireccional en la que sólo se oye al primero. La ausencia de la voz de su corresponsal, lejos de echarse en falta, es a mi entender, casi un aliciente: el lector puede reconstruir perfectamente lo que la madre le ha podido escribir por las respuestas del hijo, unas veces quejosas, otras agradecidas, pero siempre tortuosas. En este sentido la utilización alterna del tratamiento es especialmente eficaz: si las cosas van bien, la tutea y si van mal el poeta se ampara detrás el orgulloso a la par que respetuoso usted, privilegio de la lengua, y de la época, que nosotros también compartimos.
No es que no se supiera que la vida de Baudelaire había sido desgraciada y patética, («yo soy la herida y el cuchillo», dice en verso inmortal) ni que porque le escuchemos quejarse y lamentarse de manera reiterativa y monótona, ya en lo privado, así como pedir dinero constantemente a su madre a lo largo de 33 años y a través de diferentes países, vaya a dejar de ser, como poeta, el gran revolucionario de la poesía moderna: así es considerado de manera irrebatible por todos, especialmente por quienes prosiguieron su labor: desde Mallarmé hasta Valéry y Claudel. Porque, al margen de que nos podamos enterar de forma fehaciente que Baudelaire era un manirroto y un irresponsable que no sabía qué hacer con su fortuna personal ni con su vida amorosa, y quién sabe si precisamente por ello, lo que realmente importa es que ha liberado la inspiración poética de los clichés clasicistas y ha permitido que Mallarmé pudiera declarar bien alto y con fértiles consecuencias, no sólo para la poesía francesa sino para la universal, que «ha llegado el momento de dar la iniciativa a las palabras».
A pesar del cuidado que tienen los editores por dejar claro que las correspondencias y papeles póstumos no pueden considerarse parte de la obra de un autor, y a pesar de que todos los grandes creadores, casi sin excepción abominan de ello, fatal y felizmente esto acaba ocurriendo hasta el punto de que para la posteridad su vida y su obra llegan a ser inseparables.