¿Quién es periodista y quién no?
«El periodista olvida con excesiva frecuencia que no es el titular de ningún derecho. Sólo es el portador del derecho delegado de libertad de expresión»
¿A qué viene esa obsesión por saber quién es periodista y quién no? El periodismo, como profesión liberal, es una profesión abierta. El periodismo no es como la medicina o la abogacía, cuyo ejercicio necesita una colegiación previa. Cada vez que alguien se apura a establecer quién es periodista y quién no, es para echarse a temblar.
El corporativismo se ha vuelto a poner en funcionamiento si es que alguna vez se ha detenido. El periodista olvida con excesiva frecuencia que no es el titular de ningún derecho. Sólo es el portador del derecho delegado de libertad de expresión. Y, por lo tanto, no puede convertirse en expendedor de carnets. El único con capacidad para decidir quién es periodista o no es el lector, el oyente o el espectador.
Que el ciudadano deposita su derecho en manos de tertulianos o influencers, pues allá él. Está en su pleno derecho de ceder su ejercicio a Pablo Iglesias, Ibai Llanos, Gerard Piqué o Alviste Pérez. Sólo faltaba. Pero difícilmente ninguno de ellos, por diferentes motivos, pueden ser considerados periodistas por más seguidores, más bien fans, que tengan.
Se viene hablando de intrusismo en esta profesión desde que Théophraste Ranaudot puso en circulación en 1631 su Gazeta, considerado el primer periódico tal y como hoy lo entendemos. El franquismo, como hicieron todas las dictaduras –fascistas, nazis o comunistas-, obligó a los periodistas a colegiarse para tener controlados a los propagadores de información y opinión. A cambio, les facilitaba el preciado carnet, que procuraba un seguro médico gratuito, descuentos para viajar en Renfe, entrada gratis a los museos y otras prebendas propias del trato vip a un profesional a quien convenía tener no solo contento, sino atado corto.
Se pretendió hacer lo mismo con el título. Se exigió a los periodistas, para ejercer su profesión disponer primero del diploma de las Escuelas Oficiales y luego la licenciatura de las Facultades de Ciencias de la Información. Ahora ocurre algo parecido con los másteres, creados por las empresas para disponer de su propia cantera y, de paso, controlar el acceso a sus redacciones, previo pago del importe.
Está bien que se forme a los periodistas, faltaría más, pero no caigamos en lo que Agustín de Foxá ridiculizaba con tanto ingenio a propósito de las escuelas de periodismo. Decía el escritor y periodista que, con el mismo criterio, «podrían establecerse unas oposiciones a poeta, una escuela de ingenieros de dramaturgia o unos vedados en sonetos». Claro que Foxá consideraba el periodismo nada menos que «un arte», que «precisamente se diferencia de lo científico en que es un don». Don, decía, que «es lo contrario de la máquina… está más cerca de la varita del hada, del regalo… es otorgado sin saber por qué». Cualquiera que haya vivido en una redacción sabe que el título no hace necesariamente al buen periodista, pero el don, sí. Cuántos grandes periodistas habríamos perdido de haber excluido a aquellos que carecen del título oficial. El calificativo oficial y el periodismo son incompatibles por naturaleza.
Se publican tesis muy interesantísimas sobre lo divino y lo humano, pero tal vez debiéramos volver al principio y promocionar una tesis que respondiera a la pregunta qué es ser periodista en esta nueva era. Pero dejemos a académicos e investigadores que busquen una respuesta científica a la cuestión. No nos convirtamos en juez y parte.
Parece indudable que el periodismo vive la mayor crisis de su historia. Crisis, entre otras muchas razones, por la falta de definición. La zozobra ha provocado que se busquen caminos de salida muy alejados de las esencias de la profesión. Son muchos los que se han convertido en meros tuiteros o en meros tertulianos, en creadores de contenido, en esclavos del clickbait. Eso, sumado a otros factores, es lo que ha llevado a la profesión a esta inédita situación de precariedad. Es comprensible que, siendo tan vulnerables hoy en día, muchos informadores y opinadores clásicos, o tradicionales (legacies), se atrincheren tras sus cabeceras para evitar la avalancha de intrusos.
Al mismo tiempo, resulta paradójico que cuando la prensa es víctima, ironías del destino, de su peor prensa, cada vez son más los que aspiran a alcanzar la consideración de periodistas. Algo de sex appeal le quedará todavía la profesión cuando el mismísimo ex vicepresidente del Gobierno se califica a sí mismo no solo como simple periodista, sino nada menos que como «periodista crítico». Esa paradoja la expresaba con su habitual retranca Josep Pla en su Cuaderno Gris, cuando sentenció aquello de que «ser periodista en este país es bien poca cosa, pero ¡ay si yo llegara a serlo!»
Lo que ocurre con los políticos que invaden los espacios tradicionalmente ocupados por los periodistas no es más que una prolongación de una guerra de fondo, que persigue acabar con los incómodos y fastidiosos intermediarios. Descubrieron en las redes sociales un arma poderosísima para saltarse a los mediadores en su comunicación con los ciudadanos. Pero las redes sociales no fueron la panacea que ellos creían. A las redes les falta credibilidad y, por eso, recurren a los medios tradicionales –emisoras de radio, periódicos, cadenas de televisión- que, a pesar de los pesares, siguen disfrutando de la reputación que sólo da la credibilidad.
Hay, por otra parte, una exigencia que cada vez cumplen menos los periodistas y que ha contribuido de forma decisiva al descrédito. Un periodista no debería tener más carnet que el DNI. No creo –y esta es una opinión muy personal- que un periodista con carnet de partido -o de club de fútbol, si se dedica al deporte- pueda ser buen periodista. Esa es precisamente la razón por la que Ábalos, Iglesias, Calvo, Álvarez de Toledo o Piqué no deben ser considerados periodistas. Lo que no es óbice para que sus opiniones tengan cabida en un medio de comunicación. Por qué no va a escribir un político en la prensa o participar en una tertulia. ¿Acaso, salvando las distancias, rechazaríamos un artículo de Churchill o de Azaña por ser políticos? ¿O su participación en una tertulia? Si yo fuera director, desde luego que no haría ascos a su colaboración.
Voces autorizadas han tenido que intervenir en el debate para recordar lo que debiera ser evidente. Así, Víctor de la Serna, buen conocedor de la profesión desde hace décadas, terció en la polémica para recordar lo que califica de «perogrullada»: «Un tertuliano no es un periodista por el hecho de ser tertuliano, sino sólo si ejerce el oficio fuera de las tertulias. Una tertulia de radio o televisión no es periodismo». Y Javier Ayuso, bien conocedor del oficio desde trincheras bien distintas, le puso nombre y apellidos: «Pablo Iglesias tiene todo el derecho a intervenir en tertulias, como hacen abogados, economistas, médicos… pero no se debe confundir con ‘periodismo crítico’»
Confusión es el concepto clave. Confundir a la audiencia sobre quién defiende mejor sus derecho a la libertad de expresión, si el militante o el periodista, se ha convertido en el casus belli de una campaña que solo tiene por fin desacreditar el periodismo. Lectores, oyentes y televidentes tienen la última palabra.