Carta a Emilio Sanjuán
«Gracias por dejarnos esos personajes, esa fábula, esa lección final, ya no de superación sino de amistad eterna»
Estimado señor Sanjuán,
disculpe, por favor, que me dirija a usted sin conocerle o, mejor, sin que me conozca usted en absoluto, pero necesito contarle algo importante: no importante de un modo objetivo o social sino importante de un modo muy pequeño, perfectamente íntimo, lo cual, en mi opinión, no atenúa la importancia sino que la multiplica, la confirma, la hace más poderosa. Según he podido saber esta semana, en ciertas pesquisas que hice, usted falleció hace ya unos años, pero no quiero que esa circunstancia me impida dirigirme a usted, pues lo que le quiero decir, en el fondo, puede afectar a muchas personas, puede ser compartido por otros. Supongo que lo adecuado con los muertos es comunicarse en silencio, y eso es también lo que quiero hacer. ¿Qué mayor intimidad que la que podamos compartir usted y yo, cada uno a un lado de la realidad, cada uno en su orilla?
Lo que necesito contarle es que mi hijo Bruno, de nueve años, leyó hace unos días su Carlos Baza, Calabaza, en el mismo ejemplar de la editorial Susaeta que leí yo cuando me lo regalaron, al cumplir yo nueve años. La sonrisa de mi hijo mientras leía esas páginas, su embelesamiento, es lo que demuestra que su muerte, la muerte, es más o menos relativa, y necesito darle las gracias por ese libro maravilloso, que a mí me hizo lector y que ha conseguido despertar las risas de Bruno, activar su curiosidad, enseñarle cosas, enternecerle con ese relato de amistad entre Carlos y Alu-Bia, entre un niño como nosotros tres y un humilde genio, modesto pero sobrenatural, un poco como usted mismo, que demostró tener casi poderes mágicos.
Usted ha condicionado profundamente los últimos treinta años de mi vida, y lo digo sin metáforas ni hipérboles, radicalmente literal. Instalado en una confortabilísima aurea mediocritas, me dedico a la literatura, y es, lo tengo muy claro, gracias al acertadísimo regalo de aquel cumpleaños. No recuerdo quién me regaló ese libro, lo elegiría la madre de algún amigo, y eso también me hace pensar… No estoy muy familiarizado con la «paleontología filológica», los orígenes no son lo mío, pero si, como es evidente, la literatura es anterior a la escritura, si primero fue la oralidad y luego la cultura, si lo primero que se balbuceó con intenciones «literarias» (dormir a una niña, suavizar el miedo de un niño, alertar de peligros para la comunidad…) fue en ámbitos radicalmente domésticos, entonces no puede haber muchas dudas de que la literatura fue, principalmente, un invento de las mujeres.
Aquella madre de aquel amigo cambió también mi vida. Después llegaron muchos otros libros, y muchos me impactaron, me cambiaron, me abrieron los ojos, me enseñaron cosas, me maravillaron, pero lo de Carlos Baza, Calabaza tuvo fue el inicio seguro, todo un despertar. Ese libro no supuso un cambio de etapa sino que, al contrario, me hizo más niño, ratificó mi infancia, la iluminó con una luz distinta y superior. Creo que con él sentí por primera vez el vértigo del tiempo, gracias a sus últimas líneas, tan emocionantes. Y pienso ahora que en muchos sentidos sigo siendo ese niño que un día se sentó a leer su libro en un rincón, nunca me he levantado de allí. Me han pasado muchas cosas, obviamente, y algunas me atan maravillosamente al mundo, me obligan a estar atento a la realidad, pero aquel cuento suyo me trasladó a un lugar único del que ya no he salido. Mucha gente me lo ha reprochado: siempre estás despistado, siempre estás ausente, no atiendes, andas absorto, no me escuchas… Nunca han conseguido hacerme sentir demasiado mal, casi al contrario: me siento, sobre todo, acompañado, un poco incompetente para el mundo y firme «al otro lado del espejo», cazando ballenas, resolviendo crímenes, desfaziendo entuertos. Que otros hablen del precio de la luz, yo prefiero pensar en Peter Pan.
Gracias, señor Sanjuán, por el impagable regalo que me hizo, y lamento no habérselo comunicado antes. El tiempo pasó del todo para usted pero su historia, ya lo ve, sigue conmoviendo, sigue haciendo reír (me pide Bruno que le diga que el capítulo de los «Dos kilos de tomates» le gustó especialmente, aunque le dio un poco de pena el pobre don Serafín), sigue viva. Todos somos Alu-Bia: torpones e inseguros pero nos esforzamos. Ese genio con aspecto de tritón nos acompaña y, como al final a Carlos, nos visita de vez en cuando, no sólo inmortal sino inmutable, prolongando una historia fantástica, bellísima y hasta creíble. No deberíamos confundir tan a menudo lo real con lo material, y es un error constante, universal: los lectores sabemos que las imaginaciones, los sueños, la memoria, los miedos o los deseos son perfectamente reales, en el sentido de que se dan, que actúan, que tienen consecuencias. Lo decía un amigo: es incomparablemente más «real» don Quijote que Cervantes, mucho más influyente, su ascendencia sobre las cosas es tangible, visible, rastreable, mientras que su autor es casi un fantasma, un desconocido, alguien que se escabulle. Así que gracias, de nuevo, por dejarnos esos personajes, esa fábula, esa lección final, ya no de superación sino de amistad eterna. Pienso de usted, al cabo, lo mismo que Carlos Baza acaba pensando de su propio empleo en la presa del pueblo: «Para él no había trabajo más importante sobre la tierra».