El verano de los cementerios
«Soy feliz en los sitios cuidados, y si además hay historias curiosas y un jardín, qué más quiero»
Este verano he ido a más de un cementerio por mes. En junio me asomé al de Madriguera, en Segovia, en julio al inglés de Málaga y en agosto les tocó al de Villaluenga del Rosario, en la sierra de Cádiz, y al británico de Carabanchel. Me gustan los cementerios y disfruto paseándome por ellos.
El de Madriguera está cerrado y no puedo hacer mucho más que meter el ojo desde la verja. Me quedo allí un ratito, fijándome en los nombres, en los apellidos, en las edades. La niña Gabina de Grado, que subió al cielo a los 10 años, o Liduvina Sanz de Grado, que lo hizo a los 76. Me sale pensar que tuvo más suerte, sin embargo ¿qué sabemos de cómo vivió cada una?
A las 10:30 ya hace calor en Málaga, pero la visita merece la pena. Soy feliz en los sitios cuidados, y si además hay historias curiosas y un jardín, qué más quiero. El cementerio inglés cuenta con todo esto; intento imaginármelo con las vistas al mar que debió de tener cuando se construyó. Allí está enterrado Robert Boyd, el pelirrojo guapo del fusilamiento de Torrijos, qué desperdicio de vidas todas y qué pesadilla de Fernando VII. Allí está también Stephanie Hespler, que se casó tres veces y dejó escritos en su lápida sus tres apellidos de casada con el epitafio «Tantos hombres, pero nunca El Hombre… ¡Ay, los hombres!». Allí están las tumbas cubiertas de conchas como mazorcas de maíz blancas y brillantes bajo el sol de verano. Allí duerme Violette, que duró lo que duran las violetas –y a la que unos gamberros le han robado la cruz redonda, preciosa, de mármol–, junto a otros muchos niñitos, demasiados. Qué pena dan siempre sus tumbas, aunque sean de hace más de 100 años. Cuánto sufrimiento detrás de cada una de estas muertes.
El de Villaluenga descansa entre las ruinas de una antigua iglesia. Mis hijos me han seguido la bola amablemente y se han levantado a las 06:30 de la mañana para acompañarme a verlo. Antes de entrar, nos damos un paseo por el pueblo y resayunamos leyendo un cuento ruso del libro que tanto me alegro de no haber resistido en el Museo Ruso de Málaga. Me hice con él porque la edición era bien bonita y las ilustraciones de Ivan Bilibin prácticamente me lo metieron en el bolso, pero tenía mis dudas. Pensaba que siendo rusos serían un dramón horrible; nada más lejos. Los cuentos acaban todos divinamente y tienen unas moralejas bastante dudosas: las babayagas campan a sus anchas y son castigadas como corresponde a su maldad, el amor triunfa y los hermanos menores son siempre la alegría de vivir de sus padres mientras que los mayores suelen ser de lo peorcito de cada casa. Pero lo mejor es esta frase, que se repite con cierta constancia: «La mañana es más sabia que la noche». Con esa máxima mandan a dormir a los niños disgustados de los cuentos una y otra vez. Yo llevo intentando labrar ese concepto en el cerebro de los míos desde que nacieron, pero nunca se me había ocurrido decirlo de un modo tan perfecto.
Con el segundo desayuno a nuestras espaldas y el cuento leído nos damos, por fin, un paseo por el cementerio, que es precioso a pesar de que está salpicado de flores de tela desteñidas por el sol y lápidas encargadas con tanto amor como mal gusto. Hay una tumba muy principal, la del poeta del pueblo, Pedro Pérez-Clotet, bordeada por unos arbustos de boj frescos, verdes y bien recortados. El resto son nichos más o menos antiguos, más o menos bonitos, pero si te entretienes un poco encuentras lápidas antiguas a ras de suelo con unas tipografías muy curiosas. «Mamá, ven a ver algo escalofriante», me dice Violeta. Me acerco y me muestra unos nichos abiertos, vacíos, con el hueco exacto para el ataúd. Ella ha visto los nombres y las fechas y los mensajes de los familiares pero hasta ese momento no se ha dado cuenta de que esas personas están ahí. Salimos hacia el coche cuando el sol empieza a apretar. La manga de Villaluenga está cubierta de una hierba seca del amarillo pálido de la mantequilla.
Unos días más tarde estoy paseando distraídamente por el cementerio británico de Carabanchel, cerca del Manzanares. Allí, rodeada de gran parte de la historia del Madrid del último siglo y medio –Loewe, Lhardy, Bauer–, y dándole la espalda a la entrada, cerca del muro del fondo, me llama la atención la estatua de una mujer envuelta en un manto que se deja caer, desolada, sobre una cruz. Es conmovedora, pero la inscripción que se lee a sus pies lo es aún más: «A mi Timothy del alma, Amparo». Se me encoge el corazón y pienso –de forma algo injusta, quizá– que de qué le iba a haber escrito nadie algo parecido a Timothy si se llega a quedar en su tierra.