Literatura y compromiso
«Hay muchas maneras de marginar, silenciar o –como dicen ahora– cancelar a un escritor o un artista, aunque la disyuntiva sea falsa»
Hay muchas maneras de marginar, silenciar o –como dicen ahora– cancelar a un escritor o un artista, aunque la disyuntiva sea falsa: un escritor es un artista, lo que no quiere decir que todo artista sea escritor y a lo mejor no todos los escritores son artistas y se quedan, muy orgullosamente, en artesanos o como se decía antes en trabajadores de la cultura. ¿Antes? Eran los tiempos –y qué lejanos– en que aún se hablaba de realismo socialista y poesía social, y términos como veneciano o culturalista eran piedras arrojadizas como lo había sido el apelativo «de la berza».
Entre los más jóvenes y sin hablar de literatura extranjera, los había que nos inclinábamos por las poéticas de los Novísimos y no queríamos saber nada de Celaya, Blas de Otero y todo aquel furgón que no se despegaba de la historia más triste de todas las historias. No estábamos muy bien vistos. El germanófilo Barral y el anglófilo Gil de Biedma nos habían enseñado el camino: Rilke y Auden, respectivamente, y antes habíamos descubierto entre la grisalla la luz de la revista Cántico. Por no hablar de Cernuda, tan presente siempre y del inmenso Juan Ramón Jiménez de Espacio. Juan Goytisolo y su novela Señas de identidad y García Hortelano y los dos tomos de El gran momento de Mary Tribune abrían diferentes puertas; como hacía Benet. Otras estéticas eran posibles, al margen de la militancia política mezclada con la literatura.
Pero la situación, entonces, todavía respiraba tóxicos como creer que un escritor no comprometido –así se decía pero lo que se quería decir era huérfano del carnet del PCE o no-compañero de viaje o cosa parecida– era menos escritor que uno comprometido. O bien un reaccionario escondido en su torre de marfil. Y lo que es peor: que el compromiso era político o no era y además –esto era lo malo– obligaba forzosamente al arte. Costó un poco instaurar que el verdadero compromiso era con la literatura; el compromiso estaba en el acto de escribir y en cada libro: éste era el verdadero compromiso de un autor y lo demás –si es que había demás– era una cuestión de su personalidad civil, no una herencia de los tiempos del soviet, con Lukács y compañía de retén de guardia.
En la muerte de Alfonso Sastre la palabra compromiso y el término intelectual comprometido han vuelto a la palestra. Y ha parecido que su compromiso político era tan importante o más que su obra. Yo no puedo hablar de la obra de Sastre porque no soy aficionado al teatro más allá de Shakespeare, Moliere, Goldoni y en fin, que soy lo que se dice un analfabeto teatral y pido disculpas, pero me ha llamado la atención la insistencia en su compromiso político, propia de los tiempos predemocráticos. Y me pregunto si de haber sido farmacéutico en vez de dramaturgo se hubiera dicho lo mismo o se habría soslayado directamente el hecho de ser farmacéutico. Mi pregunta es tonta porque ahora que lo pienso ese subrayar tanto el compromiso político de Sastre no debe de proceder sólo de su responsabilidad sino que tal vez venga del actual resurgimiento del compromiso travestido en activismo; o mejor: en la palabra activista como algo definitorio e imprescindible como marchamo de no sé qué, pero de algo importante.
En los últimos tiempos leemos a menudo el término activista asociado al escritor y al artista y eso favorece la impresión de que la literatura o el arte solos no bastan o no alcanzan, y que sólo acompañados de activismo tienen razón de existir, o un valor superior. Hablo de una impresión, repito, pero encierra un peligro no menor: la devaluación del arte y la literatura o su justificación en función del activismo. Incluso la conversión del escritor o el artista en una figura social por su activismo, y su oficio un mero decorado.
Acabáramos: en los 80/90 los hubo que escribieron su librito y se incorporaron con entusiasmo al mundo de la literatura porque querían ser famosos. O mejor: ricas y famosas, como la película de Cukor, donde Jacqueline Bisset interpretaba a la escritora menos escritora que haya visto en mi vida. Ahora se apoyan en el activismo y así se mantienen en el candelero, o creen brillar de una forma que no consiguieron con sus libros. Todo es posible en Granada, pero sospecho que nada es anecdótico en esta corriente y por eso es peligrosa: para la literatura –por si no padeciera ya de distintas amenazas ágrafas– y quizá –repito: quizá– también para la sociedad. Por mi parte, nunca creí que volvería a escribir un título como el de este artículo.