Vosotros (los hombres)
«Lamentablemente hemos vuelto a una época en que el valor y la pertinencia de una historia, venga de donde venga, queda velada por el género (y el color) del cuerpo de quien la escribe»
Despilfarrando tiempo en Instagram, tras buscar el torrezno definitivo y ver una pinchada de Kiko Rivera, me dirigí a las novedades literarias para redimir mis culpas y allí me detuve en una reseña de una conocida cuyo gusto literario estimo tanto como su honestidad a la hora de explicar qué lee en lo que lee. Me atasqué en la frase que cerraba su último post: «El escritor hombre también ha muerto. Sigue vendiendo más, pero ha muerto». Estuve un rato pensando si como escritor-hombre era sensato discrepar públicamente de este certificado de defunción, pero a estas alturas uno ya sabe que lo prudente es pasar de puntillas ante cualquier trinchera digital desde donde se libren guerras culturales. Más aún si uno está en un foro donde es susceptible de ser reducido a representante de la comunidad BHPCCB (blanco, hetero, patriarcal, cisgénero, capitalino y burgués).
Pero la tentación de una contestación jocosa era demasiado fuerte. Antes incluso de pensar ya estaba tecleando: «¿y quién ha matado al escritor hombre, un algoritmo?» Respuesta inmediata: «no es que esté muerto, es que carece ya de todo interés».
No quise enzarzarme mucho más en desmentir la muerte de mis colegas y la mía propia, lo decía Walter Benjamin: convencer es estéril. Pasados unos días, he podido rumiar respuestas que no estén sujetas a la inmediatez que exige una discusión en una red social. Ahora se me ocurre, por ejemplo, que debiera haber contestado que no es el escritor-hombre quien ha muerto, si no la curiosidad de aquella lectora hacia las historias que pueda narrar un hombre. Sospecho que si los hombres escribieran de forma anónima o bajo pseudónimo –como tuvieron que hacerlo las mujeres hace años– quien proclamó que el escritor-hombre carecía de interés se quedaría sin su principal criterio para evaluar el interés del texto: el género del autor.
Lamentablemente hemos vuelto a una época en que el valor y la pertinencia de una historia, venga de donde venga, queda velada por el género (y el color) del cuerpo de quien la escribe. Incluso la posibilidad de escribir según qué historias se juzga ya por el género y procedencia de quien las escribe. Hoy en día para escribir (o traducir) a mujeres se exigen mujeres, lo cual no supone un triunfo de ningún tipo, sino más bien la derrota de la imaginación humana y la asunción de la imposibilidad de escribir desde otro punto de vista. Uno se pregunta si también se exigirán marcianos para escribir de marcianos, romanos para escribir de romanos o dioses para escribir de dioses.
Recuerdo hace años, en la cafetería de la facultad de Bellas Artes, haber escuchado con espanto una proclama de un compañero instruido, que insistía con vehemencia nietzscheana en que él no perdía el tiempo leyendo literatura escrita por mujeres, porque carecía de todo interés. Todos teníamos claro entonces que comentarios de este tipo pertenecían cada vez más al pasado, mientras que ahora, cuando leo comentarios como los de la reseña que he citado, siento que estos definen el presente y pertenecen cada vez más al futuro.
En los últimos tiempos he estado en demasiadas cenas y reuniones en las que llegado un determinado momento alguna amiga termina por interpelarme con un inquietante ‘vosotros’ en vez de un ‘tú’. Y ese ‘vosotros’ suele ser el sujeto de frases tipo «es que vosotros no entendéis cuando», o «porque vosotros no habéis tenido que», o «a vosotros no os tratan como». Completen como quieran el predicado –no es mi intención burlarme de ninguna reivindicación. En ese momento en que abandonamos los pronombres singulares, suelo preguntar a quien me habla de esa manera con quién me está juntando cuando me incrusta en un genérico ‘vosotros’ y deja de tratarme de tú. La respuesta es evidente: «vosotros, los hombres». Este es un salto inquietante merced al cual, uno es borrado como individuo y se convierte en parte de una masa enorme que abarca a media humanidad y arrastra todo tipo de conductas reflejas, prejuicios, cegueras y crímenes.
En un lúcido artículo de Clara Serra, de esos que uno recorta para no olvidar, la autora feminista dice «lo primero que la cultura patriarcal nos ha negado a las mujeres es el derecho a la individualidad, el reconocimiento de que somos diferentes unas de otras, que somos tan distintas como lo son los hombres entre sí y que somos, por tanto, unos y otras igualmente capaces de las mismas cosas». Yo quisiera destacar hoy esta idea de Clara Serra, la negación del derecho a la individualidad, que creo que no es un vicio exclusivo de la cultura patriarcal, sino un modo obtuso de pensar que se instala cada vez más en ciertos discursos supuestamente feministas y que termina afectándonos por igual a hombres y a mujeres.
Puedo aceptar que muera el escritor-hombre, siempre a cambio de que muera también la escritora-mujer, y así empecemos a fijarnos en lo que cuenta el escritor-individuo, más allá del género o del colectivo en que tratamos de diluir la singularidad de cada voz.