Abracemos el cutrerío
«Y cutre es también dividir personalmente lo que te corresponde pagar en comidas más informales, racaneando unos centimillos porque tomaste una cocacola en vez de tres vinos. ¡Bebe y paga!»
¿Qué es lo cutre? El novelista, columnista y ahora ensayista Alberto Olmos (Segovia, 1975) trata de responder a tan urgente pregunta en su libro de dos títulos: Vidas baratas / Elogio de lo cutre (HarperCollins). Desentraña el término desde sus raíces etimológicas más convincentes y despliega el mundo en torno a lo cutre, como una cutrevisión, un cutrecentrismo, para recordarnos que, por mucho que lo neguemos, ahí está. Como el dinosaurio. Porque, dado que no se puede vivir —aunque hay quien es capaz— sin salir del perímetro del Barrio de Salamanca —que también tiene sus cutreces—, conviene aliarse con el enemigo, sobre todo si es más poderoso que tú.
Olmos se suma a la tradición inaugurada por Sergio del Molino en su jugoso y reciente Contra la España vacía (Alfaguara), que es la el del ensayo sin tesis. Un proceder discursivo y argumental digamos zen, pues no conduce a nada, no hay meta sino que el viaje es la meta en sí: una lectura adictiva que resulta un placer intelectual en sí mismo. ¿Por qué pedir más? Se trata, sin duda, de un rizar el rizo del género que, entiendo, ha venido para quedarse porque basta ya de pontificar y escribir un libro para concluir nada. Que concluyan otros. Yo, por ejemplo, que escribo este artículo inspirado en el texto olmosiano para convenir que lo cutre hay que abrazarlo.
¿Pero qué es lo cutre? Olmos lo define por negación. Lo cutre no puede ser cursi, sostiene, algo en lo que discrepo porque si hay algo cutre y cursi son esos mensajes de amor eterno, bendisiones familiares, rosas por doquier, perritos con corazones en lugar de ojos y frases motivacionales deprimentes. Desde el mundo latino, cultura más almibarada que la nuestra, se proyectan diariamente miles de imágenes y mensajes cutrecursis. No los rechacemos. Pongamos nuestro ‘like’, nuestro corazoncito, incluso. ¿Y por qué infligirse tamaña violencia estética? Haya paz; la conclusión, al final del artículo.
El tema da mucho de sí. Se extrañaba Olmos de que no hubiera ningún ensayo sobre lo cutre, empresa que no pensaba ni por asomo asumir y al final, mira. Y más que harían falta, pues quedan cuestiones aún por dilucidar. Por ejemplo, la que distingue entre el cutrerío voluntario, más o menos buscado y hasta orgulloso, del cutrerío sobrevenido e inconsciente.
Ejemplos de lo primero los encontramos en aquel extinto Boñar de León, en la calle San Bernardo de Madrid, de cuadros torcidos, cervezas aguadas en jarras enormes y raciones de arroces revenidos con cosas que, no obstante, se digerían con gusto. Como sus torreznos fríos y morados. O el Tigre de Infantas, o las ‘zapatillas’ del Melo’s; es decir, viajes efímeros a lo cutre entendidos como una inmersión puntual y saludable, precisamente por lo inusual, lo turístico. Paradigma de ese seudocutrerío (lo cutre realmente no sale en Instagram) era el desaparecido (tal como lo conocíamos) bar El Palentino, epítome del local estilo años cincuenta, de camareros campechanos que irradiaba una cosa de la España de nuestros abuelos que por un rato tenía gracia para el modernete medio, la hípster media. O el karaoke de los Mostenses, donde jugamos a figurantes de peli de Sánchez Arévalo y cantamos canciones horteras durante un paréntesis estético.
Ejemplos de lo segundo, ese cutrerío involuntario, son también harto presentes. Olmos pone como paradigma de ello el gotelé y se apoya en la cantidad de empresas «que ofrecen el retirado del gotelé como uno de sus servicios estrella». Es lo suyo, porque lo cutre se te puede pegar como una sabandija, o como esa caspa sobre los hombros de la que no eres consciente hasta que te la señala buen amigo. Pero también hay un cutrerío involuntario que atañe a lo humano, a acciones susceptibles de ser moralmente cutres, como proponer una celebración, la que sea, a la que acudes en buena lid, con un regalo que te pareció apropiado, nada cutre, nacido del amor incluso, para ser impelido luego a abonar esa abultada y pretenciosa cuenta a escote. Y cutre es también dividir personalmente lo que te corresponde pagar en comidas más informales, racaneando unos centimillos porque tomaste una cocacola en vez de tres vinos. ¡Bebe y paga!
Lo cutre, vaya, tendría que ver con poner en primer plano lo práctico en detrimento de lo elevado, lo ideal. Forrar los libros, comprarlos en colecciones enteras del Círculo de Lectores o El País, obras completas baratas, sería cutre, también, pues nada más hermoso que invertir veinte euros en adquirir la obra de un autor. Y acierta Olmos al tildar las bibliotecas públicas de cutres, con ese tráfago de libros usados por los que ningún lector apuesta un euro. Lo no-cutre tiene que ver también con el derroche, con el potlach, festín de pueblos remotos en que se empapuzaban de carne de foca y salmón a lo loco, sin saber si tendrían para el invierno siguiente. Huelga decir que la racanería, sobre todo teniendo dinero de sobra, sería esa cutrez mala, como el colesterol malo.
¿Cómo defender entonces lo cutre, por qué abrazar su causa? Pues para evitar la senda galapagarizante tomada por Pablo Iglesias, en su tremebundo viaje de descutrización o autogentrificación mal entendida. Impagable en ese sentido el capítulo que dedica el autor al exvicepresidente en su ‘Vidas baratas / Elogio de lo cutre’: «Pablo Iglesias sí era cutre. Derrochaba verdad». El camino del nuevorrico sería el opuesto al del nuevocutre, vía que he emprendido, precisamente, al instalarme en un barrio netamente cutre, al otro lado de la M30, y del que partió un confundido Iglesias.
Porque en el abrazo de lo cutre uno descubre que el sol brilla igual en todos los barrios y que, agudizando la retina para apreciar el atardecer cobrizo de los atardeceres de septiembre, entre los flyers de prostitutas culonas y los somieres tiznados que descansan junto al contenedor pringoso, se aferra para siempre la belleza.