Nuestra parcela
«Al contarnos a nosotros mismos o al consignar lo que vimos o vivimos estamos, en el fondo, reescribiendo nuestra historia»
Cualquiera que haya intentado alguna vez escribir cualquier cosa sabe perfectamente que no hay nada más difícil que contar lo que ha sucedido. Que se lo pregunten a los historiadores, o a los jueces que han de escuchar a los testigos… Por supuesto que hace falta mucha más imaginación para urdir toda una genealogía de dragones y de magos en una galaxia remota que para contar por escrito cómo era tu abuela, pero, al margen de otras diferencias menos significativas entre la fantasía y el testimonio, sucede simplemente que escribiendo tramas inventadas es imposible profanar la verdad.
Al contarnos a nosotros mismos o al consignar lo que vimos o vivimos estamos, en el fondo, reescribiendo nuestra historia. Se puede hacer por muchos motivos, pero creo que el que inconscientemente predomina es el que considero más poderoso y definitivo: lo real tiene muchos más sentidos que lo imaginado. Lo que sucedió tiene mucho más sentido que lo que no.
La novela que acaba de publicar el poeta malagueño Alejandro Simón Partal es ejemplar, se mire por donde se mire. Cabía esperarlo, leídos esos cinco libros de poemas que lo han convertido no sólo en uno de los mejores poetas españoles de su edad, sino en aquel cuya poesía más reconforta, más ilumina, más profundamente convence, pero aun así sobresalta la calidad de La parcela, una calidad más extraordinaria y valiosa por su naturaleza sencilla, callada, contemplativa, reflexiva, sosegada.
El tema principal de la poesía del autor es lo bueno, el bien, la bondad, en cualquiera de sus formas. Si se me admite la paradoja, está obsesionado con la calma, anda inquieto tras la serenidad, tiene un hambre voraz de lentitud, necesita frenéticamente descansar, una inmovilidad activa, introspectiva y meditabunda. Le mueve, en fin, el afán de trascendencia, y éste se manifiesta de muchas formas. Dejando a un lado al escritor y pasando a su personaje, haríamos mal considerando que necesariamente habrá más trascendencia en la soledad del desierto que comiendo pollas en un bar de camioneros, o que es más fácil encontrar a Dios en el silencio que en los excesos con el alcohol. No sería un error sólo por moralismo, sino porque no hay conclusiones demasiado válidas si no hay conocimiento, y difícilmente habrá conocimiento si no ha habido experiencia. La curiosidad es la madre de la sabiduría: las lecturas y la reflexión están muy bien, pero las tentaciones, los placeres y los experimentos abren las puertas de lo que significa estar vivo y ser libre, al menos en un primer momento. Si no has hundido las manos en la vida, la felicidad será posible pero la alegría se queda a medias. Lo que los monjes y los chaperos pueden ofrecerte no son regalos tan distintos: son manifestaciones, más o menos directas, de eso tan impreciso que necesitamos conocer, y a lo que, a falta de mayores detalles, llamamos «la verdad», en general, a tientas, siempre merodeando.
Desde la primera página de La parcela encontramos ya esa mezcla perfecta de hedonismo y espiritualidad que va a atravesar todo el libro. Lo que cuenta la novela es la temporada que un joven malagueño pasa dando clases en Calais, al norte de Francia, muy cerca de esos suburbios donde se hacinaban en aquellos años miles de refugiados sirios, afganos, kurdos, kosovares o sudaneses…, ese campamento improvisado y caótico al que se conoció como «la jungla». Si la novela tiene algo de «descenso al infierno» no es por las incursiones que el protagonista hace en esa bolsa de desesperación, sino por sus visitas a otros sitios, por la desorientación radical en la que se encuentra, por lo poco motivado que se ve con su trabajo y ante sus alumnos. El consuelo constante de lo que permanece (la naturaleza, su mundo interior, algunas lecturas y algunos maestros…) no son suficientes, durante ese tiempo, para remontar anímicamente, y tampoco el recuerdo de la casa, de la familia, de la parcela… parece en ese momento un ancla muy firme, amenazado todo por la enfermedad del padre. En ese diálogo extremo entre la jungla y la parcela, entre el peligro y el hogar, nuestro hombre anda dando vueltas y dando tumbos, confundido pero ilusionado por la aparición de Nízar, encarnación de una esperanza que, por supuesto, alegóricamente alcanza significados distintos a los privados, aunque éstos importan y se expresan de un modo hermosísimo.
Salpicada por todas partes con hallazgos de enorme agudeza, o de belleza tremenda, o sí, de buena poesía, La parcela es una novela que simplemente me parece importante, un caso especialmente valioso, por inspirado, de esas novelas que tratan últimamente entre nosotros de recrear una experiencia parcial vivida, observada, y que de algún modo extraño reclaman ser contadas, exigen ser convertidas en literatura, imploran trascender. Si alguien entre ustedes tiene ya no que explicar qué es la «narrativa personal», sino justificar por qué o para qué se hace, en La parcela va a encontrar un apoyo perfecto, y un ejemplo sublime.