El Lepanto de Cervantes
«Aquel hombre que pisaba la playa de Denia, con un brazo perdido y la memoria en carne viva, había conocido las luces y las sombras que salpican la vida de todo escritor»
Este octubre se cumplen 450 años del famoso combate naval que tanta tinta ha derramado, que tantas páginas ha protagonizado por uno u otro motivo. Es muy habitual acercarse ahora a la batalla de Lepanto desde la perspectiva de una cultura y de un emperador, Carlos V, que detuvo el amenazante dominio islámico en el Mediterráneo. Se hacen análisis de las batallas, de los asedios a golpe de galera, de la toma de plazas con la artillería imperial, de los movimientos de la flota de Juan de Austria en el golfo de Corinto, etc. También de las consecuencias. De cómo los turcos, que no habían perdido una sola batalla naval en siglo y pico, se estancaron en su expansionismo. O de cómo la Liga Santa no supo aprovechar la victoria para capitalizar sus políticas en el este. Pero, sin duda, el hombre que ha conseguido que Lepanto de pie a todos estos análisis, a todas estas loas, a toda esta sensación de hallarnos frente a la más alta ocasión que vieron los siglos, incluso por encima de otras batallas no menos decisivas para la historia, tiene nombre y apellidos: Miguel de Cervantes Saavedra.
¿Qué supuso Lepanto para Cervantes? No cualquier cosa. Había llegado allí tras una juventud que naufragó entre fracasos académicos y familiares. Tras herir en duelo a un tal Antonio Segura, huye a Italia escapando de la justicia. Ya entonces bullían en su cabeza las teorías erasmistas que su maestro, López de Hoyos, le había insuflado en su academia de Madrid. Así, conceptos que podemos escribir en mayúscula, tales como Libertad, Mal o Locura, todos ellos en boca de Erasmo, van corporeizándose en su mente. Tras servir al cardenal Acquaviva por toda Italia, surgen las milicias, y con ellas Lepanto, en el horizonte. Esa filosofía idealista, la libertad de pensamiento quijotesca que elevó la novela hasta la cúspide de la literatura universal, ya existía. Ahora, para plasmarla en papel, sólo quedaba vivir.
Eso es Lepanto para Cervantes: su contacto con la vida. Llegó a la batalla dubitativo, temeroso, como bien expresa Ferrer Dalmau en su pintura Cervantes en Lepanto, tartamudo, fracasado y vilipendiado por la justicia. Cuando volvió a España diez años más tarde, el hombre que pisaba el puerto de Denia ya no era el mismo. En esos diez años, había visto cómo su cultura se hacía con la hegemonía en el Mediterráneo, pero también cómo lo abandonaban en manos de una flotilla turca que lo vendería como esclavo en Argel. Había visto cómo sus compañeros de prisión se rebelaban contra el cautiverio, pero también cómo era delatado por ellos mismos tras la tortura. Había tomado fragatas, había escalado muros. Cuando su madre reunió la cantidad de dinero suficiente para liberar a uno de sus dos hijos, Miguel se decantó por la libertad de su hermano. Conoció la tiranía de la fe en su expresión más siniestra, pero también la misericordia de los trinitarios que, tras diez años de cautiverio, pagaron su rescate. Aquel hombre que pisaba la playa de Denia, con un brazo perdido y la memoria en carne viva, había conocido las luces y las sombras que salpican la vida de todo escritor. El Quijote, aquella lejana tarde, contaba con la base teórica y ahora, también, con la praxis de la existencia. Sólo le quedaba nacer.