La muerte de James Bond
«Hoy no se puede soñar con poner al lado de James Bond a una heredera de Ursula Andress, porque ahora a las actrices hay que mirarlas a los ojos para ver su alma»
Aún no me he repuesto de la retirada de Indurain y de la muerte de Lou Reed y va y me matan a James Bond, el agente menos secreto de la historia, ya que de él creíamos saberlo todo. Así que, nada más acabarse Sin tiempo para morir, me apresuré a soltar mi decepción en Twitter: «Matar a Dios, pase. ¿Pero a qué sádico desalmado se le ocurre matar a James Bond? ¿Y ahora quién nos salvará del tedio?».
—Ha hecho usted el spoiler del año —me criticó un seguidor que quizás haya dejado de serlo.
Las nuestras son unas generaciones condenadas a la melancolía. Ninguna de las precedentes había visto tan de cerca la vejez, decrepitud y muerte de sus héroes y el consuelo del catasterismo en el Paseo de la fama de Hollywood es un consuelo de calderilla.
Decía Nietzsche que en torno a los héroes todo se vuelve tragedia. En torno a nuestros héroes, sin embargo, todo se acaba volviendo decepción.
Pero Bond… James Bond… había esquivado todas las balas, sorteado todos los peligros, burlado a la muerte a su antojo con tanta destreza como a los compromisos con sus amantes. Estaba hecho para beber, amar, jugarse la vida un par de veces antes de la comida y acabar con un megavillano antes de arrugarse el smoking. Pero no para para morir.
Me imagino a su substitute salvando al mundo de un desastre ecológico maquinado por una conspiración de especistas blancos carnologofalocéntricos partidarios de la restauración del patriarcado y dirigidos por Trump. Por supuesto, lo salvará, e inmediatamente después consultará su manual de autoayuda para reponerse de sus heridas emocionales.
Me siento desarmado. 007 era mi última defensa contra la realidad.
Bond se había jubilado. ¿Pero qué demonios puede hacer un héroe inglés sin charme en Jamaica, además de pescar, cenar solo en una casa demasiado grande y entregarse a la cirrosis? Pues pasarse al Tío Sam, dejando descompuesta —pero con novia: una 007— a Su Majestad. Ahora bien, el que retorna al oficio es un hombre maduro tan reblandecido por sus traumas que es incapaz de pensar deprisa y muere porque no tiene plan B.
Cuando llega ante la muerte, ya es otro. No nos hubiera sorprendido verlo fregando el suelo de la casa de su amante con un desinfectante de calidad, para eliminar microbios. Se ha dicho, con razón, que es el primer Bond post-MeToo.
En Sin tiempo para morir sobran muertos —¿para compensar el exceso de corrección política?— y falta aquel cinismo sofisticado, aquella frialdad, aquel toque de playboy cardenalicio marca de la casa.
Ya entiendo que hoy no se puede soñar con poner a su lado a una heredera de Ursula Andress, porque ahora a las actrices hay que mirarlas a los ojos para ver su alma. Con razón este Bond es monógamo.
«Un moñas». Así escuché que lo definía el otro día por la televisión Pérez Reverte. Un moñas es, según el diccionario de la RAE «una persona blandengue y sensiblera», es decir, un ciudadano normal de la era del emotivismo rampante. Un empático más que bien… tendrá permiso para matar, pero se enternece con el osito de peluche de su hija. Pura ortodoxia.
Ha muerto, pues, el último representante del hombre blanco occidental con el que nuestros abuelos se hubiesen liado un pitillo.
Se me puede objetar que, en realidad, Bond se nos ha hecho conservador: un señor que después del trabajo quiere volver a casa con la familia y que en la oficina no tiene ojos más que para los retratos de su mujer y su hija. Pero esto es precisamente lo que no le perdonamos los conservadores. Nos gustan los buenos consejos, pero nos pirran los malos ejemplos si están bien construidos narrativamente. Siempre nos hemos sentido más atraídos por un cínico elegante o un nihilista sofisticado que lleva impecablemente el nudo de la corbata que por el jesuitismo meapilas de la escrupulosidad moral. Nos ayudan a dar de vez en cuando una excursión por la excentricidad.
Dos días antes de la decepción existencial de Bond, fui a ver la película crepuscular de mi venerado Clint Eastwood, Cry macho, que juega con la ilusión de que los viejos actuales tenemos algo significativo que enseñar a los adolescentes. El único que me gustó fue el gallo. Interpreté su quiquiriquí como la última palabra de un genio al que no le da la gana rendirse a la vejez y piensa resistir vivo hasta el último suspiro. Así que, aunque la película me ha decepcionado, me he subido al gallo a la hornacina de mis héroes triviales, que cada vez está más poblada.