El último prejuicio aceptable
«Los sionistas son el espejo en el que se contemplan todos los nacionalistas del mundo»
Sally Rooney se ha convertido en uno de los fenómenos editoriales del momento gracias a su literatura romántica para consumo de la generación millennial. O algo así han intentado vender algunas voces del periodismo cultural. Hace unos días se convirtió de nuevo en noticia por su negativa a vender los derechos para traducir al hebreo su última novela a un grupo israelí. Curiosamente sus dos primeros libros sí habían sido traducidos por la misma editorial a la que ahora pretende boicotear por el mero hecho de tener su sede en un país del mundo. La escritora irlandesa ponía como excusa la lucha por los derechos del pueblo palestino y las acciones del movimiento de boicot, desinversión y sanciones a Israel. No es la primera vez. En 2012, Alice Walker, la autora de la popular El color púrpura, también rechazó la traducción de sus textos al hebreo.
Hagan el ejercicio de cambiar a Israel en esta extraña ecuación por cualquier otro país, identidad cultural o religiosa y verán en qué queda la cosa. La judeofobia es el último prejuicio aceptable de nuestros valientes abajofirmantes. En nuestro país, incluso, suele a aunar a cierta izquierda con cierta derecha. Porque, por mucho que se pretenda enmascarar de rebeldía antirracista o de crítica antisionista, solo hace falta afinar un poco el oído para descubrir de qué estamos hablando, consciente o inconscientemente. No pocos de estos discursos terminan cayendo en los estereotipos antisemitas de toda la vida, que escandalizan únicamente cuando se enarbolan desde el neofascismo. Y, a veces, ni eso. Identificar al sionismo, sin más, como una ideología racista es de una absoluta ignorancia. En el fondo, es epítome de cualquier nacionalismo habido y por haber. Para lo bueno y para lo malo. Los sionistas son el espejo en el que se contemplan todos los nacionalistas del mundo. A muchos no les gusta reconocerse en la imagen que les lanza el reflejo, pero eso ya es una contrariedad particular que deberán resolver ellos mismos.
Rooney concluye su descargo de conciencia expresando «una vez más mi solidaridad con el pueblo palestino en su lucha por la libertad, la justicia y la igualdad». La gramática tiene estas cosas. Ya vemos que le encantan las generalizaciones que retuercen la realidad. Porque podríamos estar de acuerdo con la escritora en que hay decisiones de los distintos gobiernos israelíes que deben ser denunciadas y censuradas, pero también sabemos que en el otro lado no están ponderando esa tríada política de la que alardea Rooney. O lo disimulan bastante bien. Al final, tarde o temprano, la estrategia de señalización de la virtud termina por devorar a quien se encuentra por el camino. El postureo moral de los personajes públicos tiene estas derivadas hipócritas. ¿Por qué responsabilizar a cualquier ciudadano israelí de todo lo que sucede, pero no a los palestinos? Por favor, hagan de nuevo el ejercicio de cambiar a Israel en esta historia por cualquiera otra nacionalidad, identidad cultural o religiosa y verán en qué queda la cosa. Nuestra concienciada antirracista no es más que el vivo testimonio de los tradicionales mecanismos del racismo.