THE OBJECTIVE
Jorge Dioni López

El patán

«Lo peor es que te digan que ir por ahí insultando o ridiculizando es guerra cultural o romper un tabú de lo políticamente correcto»

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El patán

Clay Banks | Unsplash

En mi pandilla había un patán. No era cosa de sus padres ni de lo que leía o dejaba de leer ni de lo que veía o dejaba de ver en la televisión. Era un patán. Punto. Hablaba cuando había que callar y siempre tenía en la boca el comentario inoportuno. Normalmente, en forma de chiste del que nadie se reía.

A veces, el patán tenía virtudes. La principal era que desviaba el foco. Cuando había algún problema en el colegio y varios acabábamos en el despacho del jefe de estudios, el patán siempre se las arreglaba para que la bronca se centrase en él. Tenía un microclima en el que se alternaban los fenómenos meteorológicos extremos. Su carácter expansivo le hacía relacionarse con otros grupos, algo que podía acabar en una invitación al local de una peña en unas fiestas. O, más habitual, en una pelea por haber insultado a alguien. También podía haber ridiculizado el traje regional, a la patrona o a un discapacitado, ya que no realizaba el tiro de precisión. Su defensa, cuando la liaba, variaba entre la genética y la literatura comparada: soy así, era una broma o no lo habéis entendido. Evidentemente, otra de sus aficiones era acosar a mujeres repitiendo una y otra vez el famoso diálogo del pesado pasivo-agresivo: hola guapa, estoy con mis amigas, vaya histérica. Tampoco era raro que los acosos terminasen en pelea.

Nadie planteó nunca expulsar al patán. Ni siquiera en el regreso de las fiestas de otros pueblos, con la cara caliente y algún moratón en el cuerpo. Había discusiones, broncas y gente que se iba a casa, pero a nadie se le expulsaba nunca de una pandilla, de cuya formación tampoco había fechas claras. De repente, un día, estamos juntos y, a partir de ahí, se creaba el mito. Vamos, como las naciones.

El patán tuvo proceso de pulido. Poco a poco, fue dejando de serlo. Notaba qué chistes no hacían gracia, se cansaba de ser el único castigado de los líos colectivos y, discusión a discusión, sabía cuándo no debía hacer un comentario en voz alta sobre la reina de las fiestas o el niño con síndrome de down que estaba sentado junto a nuestra mesa. También ganó en comprensión verbal y no verbal: eres preciosa, estoy con mis amigas, hasta luego.

He pensado mucho en la mala suerte que tuvo el patán de mi pandilla en nacer antes de tiempo. Hoy podría ser famoso. No solo porque los algoritmos dan relevancia a los contenidos polémicos, lo que él transpiraba casi involuntariamente, sino porque ahora tiene figuras de relevancia y partidos políticos que le dicen que todo eso que pensaba y hacía estaba bien. En los realities, se llama honestidad. Incluso, hay sitios donde te enseñan a meter la pata y ser maleducado. No eres un patán, sino una persona con una visión distinta. Alguien que habla claro. Hay gente que llama a eso libertad, no tener complejos, pensamiento alternativo o ser políticamente incorrecto y denomina cultura de la cancelación a las broncas que le echábamos volviendo con la cara caliente: tío, no puedes decir eso.

En realidad, no hubo ningún patán en mi pandilla. Lo éramos todos y, entre todos, nos fuimos puliendo después de cada patinazo. Es algo que recibe varios nombres, como civismo o educación. Creo que tuvimos buena suerte. Lo peor que le puede pasar a un patán es que, después de ejercer como tal, no haya nadie que se lo diga. Casi. Lo peor es que te den la razón, que alguien te diga que repetir los chistes de hace treinta años o ir por ahí insultando o ridiculizando es libertad de expresión, guerra cultural o romper un tabú de lo políticamente correcto. De ese lugar cuesta salir.

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