El lugar de los padres
«La división acerca de nuestro pasado conduce a la fractura moral e ideológica»
El futuro exige un determinado coraje capaz de inspirar el presente. El pasado, en cambio, es un ámbito cerrado que se visita una y mil veces para hacerle decir cosas distintas. «El poder del futuro –sostenía el sabio rabino Jonathan Sacks– reside en que transforma nuestra comprensión del pasado». A veces justamente, otras no. En ocasiones, bajo la excusa de la justicia se oculta más bien una dialéctica de poder, una renovada gramática de dominación. Algo de eso vivimos hoy en día, cuando se pretende que nos giremos contra el relato que nos legaron nuestros padres. El conocido pasaje del Éxodo en el que Dios le dice a Moisés que podrá ver su espalda pero no su rostro nos sugiere –según propone Sacks– que sólo releyendo una y otra vez el pasado reconocemos el perfil afilado del presente. ¿Cuánto debe nuestra difícil convivencia política a la liquidación por derribo del mito fundacional de nuestra democracia? Y, a la inversa, ¿cuánto de la prosperidad que disfrutamos hace unas décadas, incluso en medio de grandes dificultades, fue la lógica consecuencia de reconocer el coraje que tuvieron nuestros padres? Se diría que la división acerca de nuestro pasado conduce a la fractura moral e ideológica y a un debilitamiento de nuestra experiencia de lo común.
Otro rabino, Joseph B. Soloveitchik, distingue dos ramales a la hora de abordar el respeto a los padres. Por un lado está el cuidado físico que necesitan y, por otro, la reverencia que debemos a sus palabras. El primero termina con su muerte, el segundo se acrecienta con su ausencia. El primero se refiere a la democracia del bienestar («la patria es un hospital», como tuiteó en su día Íñigo Errejón), el segundo nos habla de la importancia de no destruir lo que construyeron nuestros ancestros. El pasado nos muestra qué camino evitar o explorar, según sea nuestro coraje o nuestra altura de miras. Dar la espalda a sus enseñanzas constituiría un error grave y costoso.
El futuro se puede edificar sobre el pasado o erigirse contra él. La intuición conservadora nos dirá que siempre conviene construir mirando hacia atrás, hacia esa espalda del tiempo que no podemos borrar. Y la historia nos enseña que es desde esa experiencia de lo común, depurándola y reverenciándola a la vez –y no negando su realidad a través de la filosofía de la sospecha–, como se avanza hacia un futuro mejor. Las dos sendas del judaísmo rabínico confluyen en el camino del presente indicando un destino. La democracia del bienestar solidifica las necesarias políticas del cuidado con las que Occidente ha labrado una de sus tradiciones más valiosas. Sin la firme voluntad de alcanzar un bienestar compartido no hay democracia que merezca ese nombre. Del mismo modo, la democracia liberal no puede asentarse sobre la violencia como motor de desarrollo, se dirija hacia donde se dirija, mire hacia donde mire. Cuidar el legado de los padres supone también preservar esa cultura de lo compartido que hace posible la esperanza.