La caída
«Para los existencialistas el sexo, a diferencia de la existencia, no era una pasión inútil»
I
Camus era uno de esos raros filósofos que se llevan divinamente con su cuerpo. Incluso sabía bailar. Dejó buenas pruebas de ello en el Tabou, el pequeño café de la calle Dauphine abierto las veinticuatro horas a la gauche existencialista, donde Boris Vian tocaba la trompeta, Juliette Greco servía bebidas en la barra y a él nunca le faltaba pareja para bailar.
Quizás fue aquí donde William Phillips, director de Partisan Review, se entrevistó con Simone de Beauvoir. Inmediatamente después le comentó a su amiga Hannah Arendt la «infinidad de tonterías» que Beauvoir podía decir sobre Norteamérica. «El problema, William, es que usted no se da cuenta de que ella no es muy inteligente. En vez de discutir con ella, mejor sería que la cortejara», le respondió Arendt. O quizás no le dijo eso tan fino de «cortejar» y eligió un término más rotundo.
II
Para los existencialistas el sexo, a diferencia de la existencia, no era una pasión inútil.
III
Yo me caigo con frecuencia porque algo en mi oído interno se solivianta cuando se le antoja y me pone, literalmente, la verticalidad patas arriba. He tenido caídas épicas. Recuerdo especialmente una, descendiendo por las escaleras mecánicas de la estación de Sants, en Barcelona. La semana pasada me caí bastante aparatosamente subiendo al tren y me atendió un mendigo a cuyo lado no había querido sentarme en el banco de la estación de Ocata. Tras comprobar que estaba bien, el hombre me entregó un libro que se había caído del bolsillo de mi chaqueta de pana: La risa, de Bergson.
IV
A un filósofo que sabe bailar le perdonamos todo.
V
El protagonista de El extranjero recuerda una noche en que, condenado a muerte, contemplaba el cielo estrellado. «Ante esta noche cargada de signos y de estrellas, me abrí a la tierna indiferencia del mundo». Los existencialistas eran muy de contemplar el cielo y de dejar ir cosas grandilocuentes y poco ajustadas a sus vidas.
VI
María Casares amó apasionadamente a Camus, sin esperanza de que abandonara a su mujer, Francine, y de que algún día pudieran vivir juntos. En una ocasión le escribió: «Nos encontramos, nos reconocimos, nos rendimos el uno al otro, logramos un amor ardiente de cristal puro. ¿Te das cuenta de nuestra felicidad y de lo que nos ha sido dado?».
VII
En 1956 Camus publica La caída.
Había quedado atrás la negligencia inconsciente de aquella noche del 5 de junio de 1944, la del Día D. Mientras los aliados desembarcaban en Normandía, los intelectuales que después serían las lumbreras de la Rive Gauche, celebraban una de sus fiestas, que duraban lo que el toque de queda, en casa de Charles Dullin, director del Théâtre de la Cité. Nada especialmente escandaloso. Iban, sobre todo, a emborracharse. «Poníamos discos», recordaba Beauvoir, «bebíamos y pronto comenzábamos a ir de aquí para allá por toda la casa, aturdidos». «Comenzamos a organizarlas sólo para pasarlo bien, no tenían nada que ver con reuniones editoriales ilegales ni con nada semejante», confesó posteriormente Sartre. Aquella noche se emborracharon, entre otros, Sartre y Beauvoir, Michel y Louise Leiris, Raymond Queneau… Albert Camus y María Casares, que animaban la fiesta con sus pasodobles. No sé si estuvieron presentes los habituales Picasso y Maar.
Atrás quedaba también, como una herida cicatrizada, el «comité de depuración cultural» de escritores, el más radical de todos los comités de depuración que se crearon en Francia tras la retirada alemana. Se dedicó a perseguir sañudamente a los colaboracionistas sin amigos en el nuevo régimen. Tanto Camus como Sartre se mostraron inicialmente partidarios de la depuración. Pero cuando Camus comenzó a pensar que las cosas se estaban llevando demasiado lejos, se encontró con la enemistad de Sartre y con su postergación por parte de la izquierda francesa.
Muy atrás dejaba, como un eco que se va debilitando, los reproches de Simone Beauvoir a La peste, incapaz de comprender que Camus presentase la epidemia como una especie de virus «natural», y no la «situara» histórica y políticamente. ¿Qué mensaje claro se podía extraer de sus páginas?
VIII
En El hombre rebelde escribe Camus: «Nuestros criminales […] son adultos y tienen una coartada perfecta: la filosofía, que puede usarse para cualquier propósito –incluso para transformar a los asesinos en jueces». Sartre se apresuró a responderle con una velada referencia Hegel: «Tal vez la República de las Almas Hermosas debería haberte nombrado su fiscal general». Camus fue procesado y expulsado por el PCF acusado de trotskista.
IX
A mediados de 1954, Camus había perdido la voz. Se sentía cohibido en el límite de la esterilidad. Durante el invierno, Francine, su mujer, se había intentado suicidar en dos ocasiones y apenas se levantaba de la cama. Lloraba, dormía y hablaba de Maria Casares. En este contexto escribe La caída.
El protagonista, Jean Baptiste Clamence, nos confiesa un increíble acto de pusilanimidad. Una noche de noviembre estaba cruzando un puente del Sena envuelto en una llovizna ligera. Adelantó a una mujer vestida de negro, que estaba inclinada sobre el parapeto. Aparentemente contemplaba el río. A los pocos pasos, oye el ruido de un cuerpo al caer en el agua. «Casi inmediatamente escuché un grito, repetido varias veces, que iba río abajo; luego cesó de repente». Tras permanecer inmóvil un rato, continuó andando. No le contó a nadie lo ocurrido, pero después de esto su vida se desmorona.
Cuando Francine leyó este pasaje, le dijo a su marido: «Me debes esto».
Algunos creyeron que Camus, como Clamence, se estaba castigando por su propia cobardía. Si a Clamence lo atormentaba la voz de la mujer que no había podido salvar del ahogamiento, a Camus le remordían todas ocasiones en las que tuvo algo que decir pero no lo dijo, o lo dijo de una manera socialmente aceptable. Hay silencios que no se pueden dejar atrás.