Lo importante son las palabras
«Las palabras no están tanto al servicio de la política como de alguna camarilla de jetas, que igual es lo mismo»
Ayer llevé el coche al taller. En comunicación política nos gusta usar palabras sonoras, rotundas, que se incrusten en el oyente -que normalmente tiene cosas mejores que hacer que estar pendiente de la política y necesita que lo zarandeen; o eso pensamos. Palabras como «sablazo». O «rejonazo». Las palabras importan. Por la tarde me llamó el mecánico. Mientras esperaba presupuesto al teléfono -sablazo, rejonazo-, le oí hablar con un proveedor por otra línea: «La matrícula es KYL. KILO-YÉLISTON-LÉRIDA». «Yéliston» era, deduje, el hogar del oso Yogui. «Lérida» ya sabemos lo que es, aunque esté feo decirlo. Si mi matrícula fuese KYS, lo mismo había dicho «Sangenjo». Las palabras importan pero el viento sopla donde quiere.
El otro día Óscar Monsalvo, que es joven y vasco, trajo unas palabras de Zapatero sobre las palabras. Palabras al cuadrado por parte de uno de los grandes mercachifles de palabras de los últimos tiempos, y ya veremos si últimos de verdad. «Las palabras han de estar al servicio de la política y no la política al servicio de las palabras». Zapatero ha sacado un libro sobre Borges desoyendo el consejo de Borges: «No te apresures en publicar». También subió a una montaña diciendo cosas sapienciales, como «la montaña es muy auténtica». Quince años después de Zapatero ya somos todos un poco Zapatero: si las palabras están al servicio de la política y no al revés, lo importante en realidad son las palabras; o que sean unas palabras y no otras.
Tomemos por ejemplo «derogar». Derogar, al servicio de la política, puede significar casi cualquier cosa. Si Yolanda Díaz, pongamos por caso, dice que va a derogar la reforma laboral del PP, igual quiere decir que va a seguir aplicando figuras de esa reforma, como los ERTEs, con la misma fruición que antes o más. Si el que lo dice es Pedro Sánchez, igual es que vamos al despido libre. Es cuestión de esperar.
Otra palabra polémica es «iliberal». En Polonia significa una cosa y aquí otra, e incluso aquí significa cosas distintas si hablamos de lo de aquí y de lo de Polonia. Por ejemplo, el periódico global -polisemia- en español -más polisemia- puede escribir contra los jueces españoles y a favor de los polacos, y en ambos casos está plantando cara al iliberalismo. Iliberalismo es lo que digan diez tíos y tías que están en todos los saraos de Madrid; o sea, que las palabras no están tanto al servicio de la política como de alguna camarilla de jetas, que igual es lo mismo.
Hay palabras o sintagmas que son intransformables, insobornables, y en consecuencia desaparecen como represaliados en un régimen iliberal. Es ocioso insistir con «pobreza energética»; ya no hay de eso: hay malos hábitos y escasa conciencia global, como el periódico. Para que tengamos conciencia se ha probado de todo; lo último es un dinosaurio sin plumas y juguetes sexuales de vidrio. Yo ya no sé qué más pueden hacer.
Las palabras importan. Por ejemplo, la palabra «ultraderecha». O estas palabras del programa electoral del partido socialdemócrata sueco: «Hoy, Suecia tiene reglas liberales para la inmigración laboral. Los socialdemócratas proponen que la inmigración laboral solo se permita cuando no sea posible encontrar a las personas adecuadas en Suecia. Los trabajos en ocupaciones en las que no hay escasez de mano de obra deben destinarse a personas desempleadas en Suecia». Y hablando de mano de obra, me voy al taller a ver de cuánto ha sido el rejonazo.